Hay quienes dicen que el 8 de marzo fue declarado día internacional de la mujer porque está vinculado con una fecha emblemática en la lucha de las sufragistas. La mayoría de quienes lo conmemoran, lo hacen en solidaridad con las reivindicaciones por los derechos laborales de las mujeres. Y bueno, el comercio y la novelería lo volvieron día de regalar rosas y festejar, vaya cada quien a saber qué.
Cualquiera sea el origen de la fecha, está ubicado en las primeras décadas del siglo pasado, cuando las mujeres se manifestaron por primera vez por sus derechos políticos (poder votar y ser votadas) y laborales (igual pago por igual trabajo, entre otros).
Las sufragistas dieron el paso y hoy en casi todo Occidente las mujeres votamos en igualdad de condiciones a los hombres. Ser elegidas tiene sus bemoles, aunque normalmente nada lo impide en las democracias. Pero, ¡ay! cuánto le ha costado al capitalismo reconocer y garantizar la igualdad salarial.
Y no vengan ahora con que son ganas de joder de las mujeres, o discursos izquierdistas trasnochados. Según cuentan todos los investigadores, tiene razón la OIT cuando advierte que, así como vamos, habrá igualdad salarial entre sexos hasta dentro de 70 años. No sólo existen las diferencias, el mundo no parece interesado en erradicarlas.
Por ejemplo. A Yoreli Rincón, centrocampista de la selección colombiana de fútbol de mayores, por partido le pagan un 1 por ciento o menos de lo que recibe su equivalente en la selección de hombres, Ibarbo, Cuadrado o Macnely. No hablo de contratos de publicidad, sino de guerrearse el balón en una cancha con la camiseta amarilla.
A la gente le encanta celebrar los triunfos de las mujeres cuando dan una pelea por la igualdad, las felicitan “por verracas”; pero de puertas para adentro, esa misma gente le niega las prestaciones salariales a la empleada doméstica de su casa. Igualdad si, pero entre pares y profesionales. Hay trabajos menores y hay trabajos de trabajos, distinciones clasistas que condicionan el ejercicio laboral sin que medie código alguno.
Las empleadas domésticas hacen un trabajo netamente femenino y no justamente porque se les niegue a los hombres su entrada a ese campo laboral. Es por que, simplemente, a ellos no se les pasa por la cabeza, ni por el prejuicio, abrirse campo en esa área del trabajo.
“Es que ellas nacen así”, o peor, “es que nacemos con habilidades domésticas” no es ningún piropo, es una tara social. Yo no sé desde cuándo venimos heredando que los hombres nacen ineptos para limpiar un baño o preparar un almuerzo. Los vuelven ineptos en la casa, eso no está en su ADN, coger una escoba y limpiar lo sucio es una obviedad humana, no un ineludible femenino.
Desde la perspectiva laboral, ese condicionamiento femenino a las labores domésticas tiene al menos dos consecuencias de enorme impacto social. Por un lado, las mujeres duplican de manera gratuita sus horas de trabajo, ¿o acaso a alguien le pagan por arreglar su propia casa?. Como si fuera de lo más natural, o un designio divino, millones de mujeres llegan de trabajar a hacer oficio y madrugan para seguir haciéndolo antes de volver a su trabajo.
Y de otro lado, quienes hacen de este oficio su fuente de sustento, carecen en su mayoría de seguridad social y de estabilidad laboral. Como no hay “muchachos del servicio”, son mujeres cabeza de familia, madres solteras o tienen un marido que gana lo mismo, o menos que ella. Y prestan un servicio que incluye aguantarse el trato que a los patrones se les venga en gana.
La desigualdad laboral de las mujeres no es solamente una estadística que evidencia que nosotras ganamos menos salario por el mismo trabajo. Es también la manera como todos aceptamos que aquellos oficios asignados socialmente a las mujeres se mantengan degradados y precarios.
De poco sirve regalar flores el 8 de marzo. O si. Para aumentar los turnos o la mano en obra femenina a destajo en los viveros, y los ingresos de las floristas en la calle.