Sin proclamas feministas ni revoluciones, las mujeres indígenas del pueblo wounaan, que habitan el Pacífico colombiano, han invertido el orden familiar y se han convertido en cabezas de familia a partir de la elaboración de artesanías de calidad que venden a un precio elevado pero justo.
La obra resultado de su trabajo son unos preciosos y laboriosos canastos de colores hechos con palma de werregue, una de las artesanías más valoradas de Colombia.
Estas empresarias asociadas viven en Taparalito, a orillas del río San Juan, en el sur del departamento del Chocó,y su mérito es haber dado un gran paso en la equidad de género y contribuir a los gastos del hogar, lo que antes era responsabilidad exclusiva del hombre, dedicado al campo, a la pesca y a la extracción de madera.
“Esto nos sirve para poder comprar los lápices para los hijos, el uniforme, los cuadernos. Para poder mantener a los hijitos y los hogares porque hay maridos que no colaboran”, expresó a Efe Rosita Tascón, madre de una de las 318 familias de esta pequeña comunidad.
Hasta hace seis meses, tejer cestos y fuentes en fibra de werregue era para estas mujeres una destreza tradicional en desuso por el efecto de las inundaciones que arrasaron los cultivos de palma, y también por su mala experiencia en la comercialización.
Entonces arrancó en las comunidades del litoral de San Juan un proyecto impulsado por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), en coordinación con la ONG Save the Chidren, que busca recuperar medios de vida sostenible para los pueblos chocoanos víctimas de las graves inundaciones causadas en los últimos años por el fenómeno meteorológico de La Niña.
La coordinadora del proyecto, Diana Cortés, explicó a Efe que al principio los hombres eran quienes más participaban en las reuniones porque “sentían que tenían un rol importante”, pero las mujeres poco a poco fueron tomando la palabra.
Concienciadas de que el werregue era “su proyecto”, relegaron a sus maridos al papel de traductores.
“Me gusta colaborar con el grupo de mujeres para que fortalezcan su trabajo porque de ellas dependen también los hombres, el 95 % somos desempleados y es útil para la comunidad”, sostuvo uno de los intérpretes, el nativo Chichiliano Málaga.
Ahora, los cestos de werregue llenan con sus dibujos de monos, mariposas y otros elementos de la tradición wounaan las estanterías de las tiendas de decoración más chic de Bogotá, a precios que justifican de sobra lo laborioso de su elaboración.
Hasta ahora de esa suma, que no baja de 50 dólares por pieza, poco recibían las artesanas, motivo por el que las 63 mujeres del programa se han asociado, han establecido “precios justos” y han creado un fondo con el 15 % de sus ingresos para comprar los elementos necesarios que les permitan trabajar el werregue.
En el proceso, los hombres cortan los seis cogollos de palma que se usan para un jarrón, y el resto es tarea de la mujer: separar la fibra en finísimas hebras, cocerlas en ollas con hojas de puchicama, azafrán o semillas de achiote para conseguir los colores, para después comenzar a tejer, armadas de paciencia y una aguja.
Las mujeres dedican a esta labor unas tres horas diarias, pues, como señaló Tascón, “es ley de uno, de indígena, que tienen que atender a los esposos e hijos primero”, por lo que emplean alrededor de un mes en crear una pieza de quince centímetros tanto de alto como de diámetro.
Para Marcelino Piraza, maestro de Taparalito, este proyecto ayuda al pueblo wounaan a mantener sus tradiciones, un objetivo que incluye también no dejar que el tiempo acabe con sus danzas y sus formas de pintarse el cuerpo con infusión de jagua.
También sus vestimentas: sin camisa y con paruma (tela a modo de falda) las mujeres, y de riguroso blanco los hombres.
Aún así, los instructores del proyecto insisten en la necesidad de que las mujeres wounaan aprendan a hablar español, idioma que sólo dominan el 30 % de los nativos de esta comunidad, frente al woun meu, su lengua nativa.
Además, este pueblo está “condenado a entenderse” con las vecinas comunidades afrodescendientes, que son mayoría en el Chocó y aliadas claves para reclamar al Estado los servicios básicos: energía, agua potable y alcantarillado.