El libro ‘Down the Rabbit Hole’, escrito por una antigua Playmate de Hugh Hefner, no ha sentado nada bien al dueño de Playboy, ya que en él se desvelan algunos trapos sucios de su célebre mansión.
Desde que abriese sus puertas por primera vez en 1974, la Mansión Playboy de Los Ángeles –hubo una sede previa en Chicago– se ha convertido en una especie de utopía masculina: un lugar poblado de hermosas mujeres, bañado por el sol californiano y donde la mayor tragedia que puede ocurrir es que a alguien se le caiga la copa y deba esperar cinco minutos hasta que le traigan otra.
La realidad, por supuesto, es muy diferente, como ha desvelado una larga lista de conejitas que pasaron por el 10236 de Charing Cross (Holmby Hills). La última de ellas es Holly Madison, autora de Down the Rabbit Hole: Curious Adventures and Cautrionary Tales of a Former Playboy Bunny (Dey Street Books), un libro que no ha gustado nada al ya anciano Hugh Hefner, que cumplió el pasado mes de abril 89 años.
Frente a la imagen de glamour que la cultura popular ha contribuido a crear, la propiedad, construida en 1927 por el arquitecto Arthur R. Kelly, vive una decadencia semejante a la de su propietario. Como explica Madison, que vivió en la casa entre 2000 (cuando tenía apenas 20 años) y 2008, los años habían hecho mella en la mansión, las alfombras estaban manchadas con la orina de los perros de Hefner y los dormitorios, repletos de muebles en mal estado y colchones desgastados y manchados, como puede verse en un artículo publicado en Vice. Pero lo peor, obviamente, no se encontraba en la casa en sí, sino en las rígidas reglas impuestas por el dueño de Playboy y el trato que, en teoría, dispensaba a sus infelices inquilinas.
Esta es mi casa, y estas son sus normas
Como explica Madison, una llega a ser una conejita Playboy casi por accidente, pero luego resulta tremendamente complicado abandonar dicha cárcel diseñada para el esparcimiento de Hefner y sus amigos. La joven conoció al célebre erotómano cuando trabajaba en Hooters, uno de esos célebres tetaurantes, y apenas contaba con 20 años. Una noche sus caminos se cruzaron. Hefner le ofreció quaalude (metacualona) –la droga que popularizó El lobo de Wall Street, la película sobre Jordan Belfort–, una cosa llevó a la otra y Madison terminó en la cama con él, que por aquel entonces la sacaba 56 años. No hubo nada de romanticismo en esa primera relación sexual. Simplemente, “fue tan breve que no me acuerdo de nada más que de tener un cuerpo pesado encima mío”.
No obstante, por aquel entonces, a la joven le pareció una situación curiosa, divertida y un tanto picante. Como contó Jill Ann Spaulding en su libro Upstairs (publicado en 2004), si una de estas conejitas quiere ascender a ser su novia principal –como ocurrió brevemente con ella–, debe practicar sexo oral sin protección con Hefner. Apenas un par de años después, Madison estaba tan harta que había pensado en suicidarse.
No sólo se había convertido en una especie de esclava sexual, sino que las reglas de la casa eran intolerables. Para empezar, las chicas tenían que volver a casa antes de las nueve de la noche si no salían con Hefner. Además, debían ocultar a sus novios –nada de llevarlos a la mansión, por supuesto– y no podían buscarse otro trabajo fuera de la casa.
Las conejitas de la mansión recibían su paga de manos de Hefner cada viernes, una vez que este había limpiado los excrementos dejados por los perros en su alfombra. A cambio de los 1.000 dólares semanales, el dueño de la mansión se veía con la potestad de quejarse de todo aquello que cada una de sus inquilinas hacían mal, a menudo su falta de predisposición sexual, a veces sus discusiones con otras conejitas, como explicó Izabella St. James en Bunny Tales: Behind Closed Doors at the Playboy Mansion (Running Press).
Compitiendo por hacerse un hueco en la mansión
Según Madison, el funcionamiento habitual de la mansión es el siguiente. En primer lugar, captación de jóvenes desorientadas, de entornos rurales y “vulnerables”. Casi ninguna de ellas supera los 28 años (y, por supuesto, parecían mucho más jóvenes). A continuación, una perversa dinámica que provocaba que las conejitas compitiesen entre sí.
“Siempre me puso muy nerviosa la fascinación de Hef por las mujeres extremadamente jóvenes”, explica en el libro. “Estaba obsesionado con que aparentasen ser tan jóvenes como era humanamente posible”. Por esa razón, Hefner tenía una cuenta abierta en una peluquería de Beverly Hills a la que sus inquilinas podían acudir para cortarse el pelo, maquillarse o retocarse lo que quisieran cuando quisieran. Además, todos los baños de la vivienda tenían vaselina, aceite de Johnson’s Baby y kleenex. Por lo que pudiese ocurrir.
Las reglas estipuladas por Hefner han sido recogidas en otros libros y entrevistas. Melissa Howe, una de las más populares durante los últimos tiempos, explicaba a comienzos de este año en Mirror que hay un control estricto de la imagen de las inquilinas: nada de aparecer borracha en una fotografía en Instagram o Twitter. No obstante, la avanzada edad de Hefner y su decadencia física han provocado una relajación de costumbres. Al parecer, como explicaba Howe, ya sólo se acuesta con su esposa, Crystal Harris, que cuida de él. Eso sí, también ha rebajado el sueldo a sus chicas: nada de una paga semanal, ahora tan sólo reciben techo y mantenimiento; y, si en un pasado la Playmate del año recibía un Porsche, ahora el premio es un Mini Cooper que debe devolver al cabo de 12 meses.
La estancia de Madison en la mansión Playboy terminó tras años de depresión, cuando consiguió ser entrevistada por un psicólogo, algo a lo que se había opuesto Hefner. US News ha dado el derecho de réplica al fundador de Playboy, que ha explicado que la mayor parte de lo que cuenta su antigua compañera es ficción pensada “para mantenerse en el candelero”.
Aunque el viejo sátiro reconoce haber tenido relaciones con muchas inquilinas de la mansión y haber dejado marchar a un buen número de ellas para que viviesen sus propias vidas, “hay unas pocas que han elegido reescribir la historia”. Madison, por su parte, está felizmente casada, tiene un hijo de dos años y hace casi un lustro que no habla con su antiguo amo. “Me di cuenta de que no me trataron bien. Se acabó sentir miedo hacia la gente. No le debo nada a Hef”.