Las campañas presidenciales tienen autonomía para decidir sus estrategias de cara a las elecciones en las que se involucran. El atractivo para el elector debe estar basado en propuestas concretas de cara a un país que elegirá presidente en dos semanas.
Sin embargo, en Colombia las campañas presidenciales de los dos candidatos más fuertes en las encuestas han hecho cualquier cosa, menos proponer un país en el que la esperanza de vivir en paz y de manera satisfactoria sea una posibilidad.
Ambas campañas (la de Santos y al de Zuluaga) se han dedicado a cruzar acusaciones mutuas sobre el pasado y presente de ambos candidatos. Nexos con criminales, revelaciones de financiación ilegal de campañas pasadas y hasta la aparición de un hacker que, al parecer espiaba al gobierno nacional.
Ante la necesidad de planteamientos sobre el modelo de país que esperan la mayoría de los colombianos, una de las campañas promete cuatro más de lo mismo, enmascarado bajo la promesa de una paz que aún no se sabe que implicará a futuro. La otra campaña, por su parte, promete reformas y medidas que no tuvo interés en llevar a cabo durante los ocho años que estuvo en el poder Álvaro Uribe.
Los colombianos lo que necesitan es tener claro por quién votar de acuerdo a las conveniencias futuras de la sociedad y no tener que escoger entre el menos malo de los candidatos. Si las campañas presidenciales mantienen esa precariedad en la que uno de los argumentos de peso para no votar por uno y elegir al otro es que un primo del actual presidente dice que lo conoce y lo prefiere en las reuniones familiares, este país nunca podrá cambiar de paradigma político y un control civil sobre los dirigentes políticos seguirá siendo una utopía.
Unas campañas que le dan la espalda a la realidad de Colombia y se centran en las peleas personales entre candidatos y no en que a menos de un mes de elecciones presidenciales el país se vio envuelto en un paro nacional agrario, son campañas que envían un mensaje de desconexión con los colombianos y sus problemas reales.
Mientras que esas dos campañas están enfrascadas en una guerra mediática, las otras tres no seducen, ni convencen y poco o nada aportan al debate nacional en medio de la coyuntura. Como muchos de los analistas lo han señalado, estás campañas son las más sosas en mucho tiempo y así es muy difícil cambiar el paradigma abstencionista que impera en el país. Lo que debe primar es la preocupación por la situación del agro o de la violencia en Buenaventura, entre muchas tantas cosas, antes que la guerra sucia dictada por los estrategas que definen el derrotero de la campaña electoral o por la apatía hacia la ciudadanía que de verdad se informa para votar.
Por eso el cacerolazo es contra las campañas presidenciales que aún no arrancan faltando dos semanas para la jornada electoral.