Desde que murió el presidente Hugo Chávez, hace ya casi dos años, se le ve cada vez más distraído. Su nuevo jefe lo nota ausente y desentendido con el trabajo. No es de extrañar. El soldado modelo de la revolución bolivariana está a punto de desertar.
“En el mes de junio noté en él algún cambio. De estas cosas he aprendido durante mucho tiempo. Si uno mira a la gente a los ojos y te bajan la mirada, de una vez te entran dudas”, aseguró Diosdado Cabello, presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela y número dos en la nomenclatura chavista, después de que el diario ABC revelase en enero que un miembro de su equipo de seguridad había huido a Estados Unidos tras pactar con la DEA (la agencia antidroga de EEUU).
Seguro que en esos días tensos de diciembre, mientras convertía la luna de miel de sus segundas nupcias en un meticuloso plan para dar la gran espantada, Leamsy Salazar pensó mucho en la foto. Su foto.
El joven teniente de fragata ondea con brío la bandera tricolor de Venezuela sobre la azotea del Palacio de Blanco. Flanqueado por sus camaradas, que alzan el puño en señal de vitoria, puede sentir el júbilo de la multitud que se apiña en la sede de Gobierno exigiendo el retorno de su Comandante. Es sábado 13 abril de 2002 en Caracas y Chávez será ser rescatado.
Inmortalizada como icono de la “revolución bonita”, la estampa patriota de Salazar y sus compañeros de armas fue el Iwo Jima del chavismo. No es para menos. La retoma de la sede del Gobierno por estos guardias de honor leales fue el punto de quiebre del golpe de Estado del 11 de abril, cuando un grupo de civiles y militares secuestró al presidente aprovechando una oleada de protestas opositoras.
“Cada 11 tiene su 13”, corea cada año el oficialismo cuando llegan los días de abril. Puede que la oposición nunca alcanzase a entender del todo el poder que relataba esa instantánea; pero el chavismo tampoco supo comprender que esa foto, como todas, amarillea con el tiempo.
El portazo del infiltrado
Tras este episodio, Leamsy Salazar pasó a formar parte del primer anillo de seguridad de Chávez y fungió durante una década como uno de sus asistentes personales. “Humilde y gran soldado de la infantería de marina”, lo alabaría años después el gran jefe en uno de sus maratónicos “Aló, Presidente”, subrayando la imagen de marras como si fuera un mapa del tesoro. Cuando murió el exmandatario, Diosdado Cabello tomó Leamsy bajo su servicio. Al fin y al cabo, era un héroe del proceso.
Mucho se especula con lo que pueda decir el díscolo infante de marina a las autoridades estadounidenses. Según el ABC, el desertor ha retratado a Cabello como el capo mayor del llamado Cártel de los Soles, un grupo criminal dirigido por un supuesto grupo de generales y altos funcionarios venezolanos que controlaría la parte del león del narco en el país con más trasiego de cocaína del mundo.
Sus antiguos correligionarios lo acusan de haberse vendido a Washington y no falta quien lo señale como “el infiltrado” que el imperio utilizó para inocular el cáncer a Chávez. Lo que sea con tal de desacreditar su testimonio. Pero lo que debería asustar al oficialismo no es tanto lo que Leamsy diga fuera, sino lo que queda dicho dentro. El soldado predilecto se ha fugado y con él la devoción a prueba de balas que tanto obsesionó al líder bolivariano.
Ahora, todos son sospechosos. El más fiel, el más comprometido, el más recto de los militantes es un Judas en potencia. Y las encuestas hablan de traición masiva. En 22 meses de mandato, el presidente Nicolás Maduro se ha dejado 30 puntos de popularidad y a comienzos de año apenas supera el 20%, mientras que la identificación con el bloque socialista para los comicios parlamentarios -que deben celebrarse este año- no llega ni a eso. Jamás se vio un chavismo tan escuálido y, quizás por eso mismo, tan imprevisible.
Lejos de detener el goteo de bajas ideológicas, las medidas económicas anunciadas por Maduro -como una devaluación de la moneda que roza el 96%- y las que tiene que tomar -como el alza de los precios de la gasolina- amenazan con erosionar aún más su respaldo. Como Leamsy Salazar, muchos chavistas esperan su momento. La lealtad también amarillea.
Reflexiones imperiales: “Dios proveerá”
Nicolás Maduro espera que pase la tormenta. Necesita que escampe un poco para celebrar las elecciones legislativas que tanto teme, pero la borrasca que azota su Gobierno se hace cada vez más densa. El inesperado desplome del crudo -que ha perdido el 50% de su valor en seis meses- ha resumido a dos palabras su plan para salvar la revolución: “Dios proveerá”. Literalmente.
Por eso, el mandatario venezolano salió de gira por Rusia, China, Irán, Arabia Saudí y Qatar buscando un compromiso de sus aliados petroleros para defender los alicaídos precios del barril, como hiciera su mentor hace 15 años. Para cuando llegó a Argelia parecía bastante claro su fracaso. Allí, en la última parada del viaje, se retrató.
En la foto, Maduro nos da la espalda. Está al borde de un acantilado, con un pie sobre una roca y la boina calada hasta las cejas. Cabizbajo, el exchofer de autobús pierde la mirada en el horizonte. Su ministra de Comunicación se encarga de poner palabras al momento de intimidad: “@NicolasMaduro reflexiona a la orilla del mar en Argelia cómo han caído los imperios de todas las épocas… ¡Venceremos!”.
La avalancha de burlas y cuchufletas no se hizo esperar, convirtiendo el inusual posado mediterráneo en la foto con más “memes” de la historia 2.0 de Venezuela. Pero la estampa encierra, además, una gran paradoja. Es el propio chavismo el “imperio” que se le desmorona a Maduro entre las manos.
El proceso bolivariano fue esencia destilada de ese “cesarismo democrático” sobre el que tanto teorizó el sociólogo venezolano Laureano Vallenilla Lanz hace casi un siglo. Y Chávez, la enésima reencarnación latinoamericana de su “gendarme necesario”; ese caudillo que, convertido en necesidad fatal, se erige en “la única fuerza de conservación social”. Desaparecido el hombre fuerte, la sociedad se atomiza y busca un nuevo núcleo en torno al cual aglutinarse por atracción o repulsión. Maduro no es César y el chavismo es cada día menos democrático.
Policías y ladrones y viceversa
Álvaro Blanco espera a la muerte. Solo que todavía no lo sabe. El sábado 10 de enero, a eso de las nueve de la mañana, el fornido policía de 48 años entró a una panadería de Tácata para desayunar. Mientras aguardaba en el mostrador, un muchacho que salía de la tienda agitando un zumo regresó momentos después revólver en mano. En la foto, el sicario levanta el arma a pocos centímetros de la nuca del agente y, sin mediar palabra ni atisbo de duda, le descerraja un tiro en la cabeza para robarle la pistola. Ese fotograma de una cámara de seguridad son las más de 1.000 palabras que no bastan para describir la indefensión en la que han caído los venezolanos. Nadie está a salvo, en ningún lugar, a ninguna hora.
Tan solo el año pasado, unos 268 oficiales fueron asesinados en el país petrolero, convirtiendo a Venezuela en uno de los peores países del mundo para ser policía. Pero no hubo protestas, ni solidaridad, ni campañas mediáticas de apoyo a los cuerpos de seguridad. Percibidos como corruptos, brutales y peligrosos, hace tiempo que los “pacos” no mueven el corazón de sus compatriotas. En el país de los “hashtags”, los polis muertos no son tendencia.
Quizás los 25.000 ciudadanos de a pie asesinados el año pasado -según cálculos no oficiales- tenga que ver en eso. También el hecho de que un ministro llegara a afirmar que más del 25% de los crímenes se orquestan desde las comisarías. O que 9 de cada 10 asesinatos quede impune. Tampoco ayuda la feroz represión de las protestas antigubernamentales del año pasado, ni la que se avecina este. La lista es larga.
Horas después, el sicario y su compinche eran acribillados por los compañeros de Escobar. Tenían 18 años y también los aguardaba la parca. Nadie se sorprende. En estos días, no es raro esperar la muerte. Al fin y al cabo, Venezuela es ahora mismo uno de los peores países para ser venezolano.
Leopoldo López, un Monstruo en Ramo Verde
Leopoldo López espera el día en que saldrá en libertad. En la foto, barbudo y desaliñado, el líder opositor se aferra a los barrotes del penal militar. Es la estampa perfecta para asustar a los niños chavistas que reniegan a la hora de irse a la cama. Acaba de cumplir unos años entre rejas -sin juicio firme, ni sentencia- acusado de instigar “verbalmente” las sangrientas protestas del año pasado, en las que murieron más de 40 personas. “El Monstruo de Ramo Verde”, clama Maduro.
“Yo estoy preso en una cárcel, pero 30 millones de venezolanos también lo están. Presos en un país que ya no es viable”, dijo hace unas semanas el líder del antichavismo radical en una entrevista desde la cárcel con la CNN en español. Presos en sus casas por la inseguridad, presos en las salas de espera de los hospitales, presos en las colas de los supermercados, recitaba López. Se le olvidó decir que la oposición también sigue presa de sus presos.
Poco queda de esa efigie de Ken tropical graduado en Harvard que prometía, flamenco, la inminente caída del “dictador” con su estrategia “La Salida”. No consiguió ninguno de sus objetivos. El chavismo surfeó las protestas, él acabó preso y la oposición terminó frustrada y dividida entre los moderados que lidera el excandidato presidencial Henrique Capriles y los ultras que López abanderó en las calles. Otra oportunidad perdida de capitalizar el descontento.
La maniobra le funcionó tan bien al Gobierno que repitió. En estos días decidió arrestar a Antonio Ledezma, alcalde de Caracas y cercano aliado de López, para ver si termina de darle el sablazo definitivo a la inestable masa antichavista que, confundida, vuelve a mirar hamletianamente el voto o la piedra.
“El tiempo no es un factor que me preocupe. En el sentido que es una variable que yo no puedo dominar”, decía reflexivo, López, el mismo al que sus prisas lo llevaron donde está.
Un país a la cola
Venezuela es un país en espera. Lo que pasa es que no todos esperan lo mismo, ni tampoco llevan el mismo tiempo esperando. Los hay que esperan justicia y también los que esperan suerte. Unos llevan años, otros meses, muchos, décadas. Pero el reloj ha acabado por atraparlos a todos. Nunca antes el tiempo había corrido tan viscoso en la nación caribeña.
El desbarajuste económico y político ha convertido la demora un impuesto regresivo que los venezolanos solo pueden pagar con el mecanismo más básico de intercambio: su tiempo. En el país del socialismo del siglo XXI el último grito empresarial es la cola y los clasificados rebosan con los nuevos emprendedores de la perseverancia, que te guardan el puesto en la fila por un módico precio.
Al igual que la Momo de Michael Ende, una legión de “hombres grises” acosa a los venezolanos para fumarse sus horas. La madre que espera pañales, el enfermo que espera su medicina, el empresario que espera los dólares, el conductor que espera en el tráfico, el ciudadano que espera en la administración, la administración que espera el poder. El chavismo que espera que el crudo suba, la oposición que espera que Maduro caiga. Los que esperan que el sueño se haga realidad y los que esperan que el espejismo se disuelva.
La batalla política se ha convertido en un juego de temple y aguante dividiendo a los venezolanos, chavistas y opositores, entre los que creen que la paciencia es una virtud pero también un músculo; y los que saben que la prisa es un vicio, pero también una estrategia.