Ser sindicalista es una actividad de alto riesgo en Colombia. Los trabajadores organizados han sufrido desde hace décadas la violencia letal de los paramilitares. En los últimos años, los ataques se ceban con los líderes comunitarios e indígenas
La pluma magistral de Gabriel García Márquez despertó del olvido y tiñó de realismo mágico la masacre de las bananeras, esa que, en 1928, perpetró el ejército colombiano cuando, bajo órdenes del presidente Miguel Abadía Méndez, abrió fuego sobre una multitud de huelguistas en el departamento del Magdalena, en la costa atlántica colombiana. 3.408 fue el número de muertos que calculó uno de los personajes de Cien años de soledad; la cifra verdadera nunca se supo, aunque hay quien piensa que podría igualar, o superar, la que nació de la imaginación de Gabo.
Los trabajadores exigían mejores condiciones a la empresa bananera estadounidense United Fruit Company, la misma que ya en el siglo XXI, bajo el nombre de Chiquita Brands, fue acusada de financiar a grupos paramilitares para que asesinaran a los líderes sindicales y transportó en sus barcos armas para los paramilitares.
El paramilitar y narcotraficante Salvatore Mancuso armó un gran revuelo en 2007 al acusar a un buen puñado de grandes empresas extranjeras y colombianas, entre ellas Chiquita, de financiar a los paramilitares que se hacían llamar Autodefensas Unidas de Colombia (AUC); poco después de su testimonio, lo extraditaron a los Estados Unidos junto a otros exdirigentes paramilitares a los que mantienen incomunicados. Con la boca bien cerrada.
Poco han cambiado las cosas en Colombia, más allá del nombre de la Chiquita Brands. “En Colombia, la violencia se asumió como parte del modelo de desarrollo económico: cada transformación significativa del modelo económico vino acompañada de un ciclo de violencia”, señala el politólogo Carlos Medina Gallego.
Y pone el dedo en la llaga al subrayar que la violencia contra sindicalistas, políticos de izquierdas y activistas sociales no es la excepción, sino la norma sobre la que se sostiene el modelo de desarrollo colombiano, hoy sustentado en lo que el presidente Juan Manuel Santos ha llamado la “locomotora minero-energética”, esto es, los emprendimientos mineros y petroleros que avanzan sobre todo el país en detrimento de la agricultura familiar.
Lo denunció recientemente la Unión Sindical Obrera (USO), vinculada al sector petrolero: once de sus líderes han recibido amenazas –uno de ellos, por parte de las Autodefensas Gaitanistas, heredera de las AUC– y dos de ellos, Óscar García y Rodolfo Prada, fueron atacados por pistoleros desconocidos en los departamentos de Arauca y Cartagena.
Según el movimiento sindical colombiano, entre 1986 y 2010 se registraron más de 4.800 amenazas y desplazamientos forzados; por detrás de los números, historias de rupturas familiares y vidas truncadas. La amenaza constante convierte el sindicalismo en un acto de heroísmo. Y, aunque el número de muertes de dirigentes sindicales ha disminuido en los últimos años, no así el de amenazas.
El sangriento precio de las privatizaciones
El líder sindical Aury Sará Marrugo se convirtió en un símbolo de esta violencia cuando, en 2001, las AUC lo secuestraron y asesinaron, en un crimen todavía impune. Marrugo luchó contra la privatización de la empresa petrolera Ecopetrol; la misma persecución sangrienta enfrentó en Cartagena y Barranquilla a los líderes de Sintraelecol, el sindicato del sector eléctrico, cuando el sector fue privatizado a beneficio de Unión Fenosa. El macabro balance del proceso privatizador en la costa atlántica colombiana fue la desaparición o muerte de 27 dirigentes sociales.
Durante una entrevista en Cartagena, el sindicalista Gil Falcón aseguró a El Confidencial que, en 2000, “apareció un documento interno de la empresa (en aquel entonces, Unión Fenosa) que denominaba terroristas a los representantes sindicales e instaba a su neutralización”. El Tribunal Permanente de los Pueblos (TPP) consideró probado, en su sesión de 2006 en Viena, que existen vínculos entre la actual Gas Natural Fenosa y los grupos paramilitares que no sólo amenazaron, agredieron y asesinaron a sindicalistas, sino que también sembraron el miedo entre los barrios populares de Barranquilla para que los vecinos “no se metan en problemas”, según el acta del TPP. Sin embargo, esa violencia cotidiana sigue con total impunidad.
Paramilitares y transnacionales
Los sindicatos establecen una relación directa entre la llegada de las transnacionales, el deterioro de las condiciones militares y la violencia estatal y paraestatal. Si la década pasada fueron las privatizaciones, hoy el principal foco de conflicto son los megaproyectos mineros y petroleros. Así lo explica el abogado Francisco Ramírez, que ejerció como fiscal en un juicio popular contra la petrolera Pacific Rubiales y la minera Anglo Gold Ashanti: “Los parapolíticos les recuperan la inversión que han hecho las compañías en la creación de los grupos paramilitares, en connivencia con los políticos. Son las patas del modelo que impone la banca multilateral: uso de la violencia y leyes coercitivas. El resultado es la violencia, el despojo y el desplazamiento forzado”.
“Allí donde hay petróleo, se da una constante: lo primero que sucede cuando llegan las transnacionales petroleras es que aumenta la violencia; hay un impacto sociopolítico, desarraigo, despojo. Las fuerzas militares actúan al servicio de las multinacionales, tienen contratos para garantizar que el Ejército defienda sus intereses y generan impactos de terror para evitar las exigencias de sindicatos y movimientos sociales”, asegura el líder sindical de USO Rodolfo Vecino. Y pone como ejemplo el caso del departamento del Arauca, donde líderes indígenas y sindicalistas han sufrido una sangrienta represión desde que, en los años 80, comenzaron a llegar petroleras como Occidental Petroleum y Repsol.
Pero no sólo el sindicalismo es una actividad de riesgo en Colombia: también lo es ser periodista, oponerse a proyectos mineros o dedicarse a la política. A quienes todavía se preguntan por qué aquí la izquierda nunca gana unas elecciones, conviene recordarles que alrededor de 5.000 personas fueron desaparecidas y muertas desde los años 80 por pertenecer a Unión Patriótica, una fuerza política surgida del proceso de negociación con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) a mediados de los 80. Un auténtico exterminio perpetrado en total impunidad; por eso algunos investigadores, entre ellos el congresista Iván Cepeda, pretenden que esos crímenes se juzguen como genocidio por motivaciones políticas.
La violencia cambia de foco
Si las privatizaciones de empresas públicas se concentraron en los años 90 y 2000, hoy el foco de conflicto se ha trasladado hacia los proyectos extractivistas que sostienen la “locomotora minero-energética” de Santos. Los sindicalistas siguen sufriendo amenazas, pero son cada vez menos; como a la Unión Patriótica, la violencia estatal y paraestatal los ha diezmado, así que se vuelca hacia los colectivos que, cada día, se alzan contra los emprendimientos mineros, hidroeléctricos, petrolíferos o contra el avance del agronegocio. Las comunidades afectadas denuncian que grupos paramilitares como los Rastrojos y Águilas Negras se ceban con los líderes comunales, campesinos e indígenas.
Según la organización Somos Defensores, que desde 2002 documenta las agresiones contra activistas sociales, 2013 fue el año más mortífero desde que tienen registro: se contabilizaron 366 agresiones, incluyendo 78 homicidios, un 13% más que en 2012. Entre ellos, fueron asesinados 17 líderes comunales, 15 campesinos, 14 indígenas, 6 líderes de víctimas y 5 comunitarios, 5 de restitución de tierras y 5 dirigentes sindicales.
Este 2015 no comenzó mejor: el 21 de enerose encontró el cadáver de Carlos Alberto Pedraza, dirigente del Congreso de los Pueblos, uno de los movimientos sociales más sólidos del país. Los miembros del Movimiento Ríos Vivos en la región de Antioquia, crítico con los proyectos hidroeléctricos que están desplazando a comunidades enteras, han sufrido un recrudecimiento de las amenazas desde que, a fines de 2013, asesinaron a Nelson Giraldo, uno de los líderes del movimiento.
Y en el Chocó, la región más rica y sin embargo más pobre de Colombia, es constante el goteo de líderes indígenas, campesinos y afrodescendientes, que son represaliados por oponerse a una noción de progreso impuesta desde fuera, a beneficio de unos pocos. Esos que, efectivamente, terminan progresando a costa del despojo de las mayorías campesinas. La pregunta que queda en el aire es qué tipo de modelo de desarrollo se está implantando en Colombia, que para imponerse requiere del uso constante de la represión, la amenaza y el asesinato.