Vale la pena revisar lo que dicen críticos y entusiastas de los documentos recientemente desclasificados al tiempo que develar los acuerdos a la luz de la experiencia y de la realidad actual. Los negociadores de La Habana han tenido fuertes limitaciones en el punto de drogas lo que incide en su percepción de las realidades de las zonas productoras. En esta materia ellos pusieron “todos los huevos en una sola canasta”, la de la sustitución de cultivos. OPINIÓN
Es necesario mirar atrás.
Las partes han insistido en que lo que buscan es poner fin al conflicto. En ese sentido la arquitectura de la Mesa ha sido un éxito pero como dijera alguien la paz “no está a la vuelta de la esquina”. A pesar de haberse expuesto durante décadas las FARC no han sido estudiadas de forma suficiente: Los violentólogos creen que ellas pueden someterse por la fuerza y los pazólogos estiman que con ellas pueden repetirse modelos anteriores. Fallan los que posan de farcólogos en el país, pero también fallan los desarrollistas que descuidan en sus análisis las experiencias institucionales que ha ensayado el Estado.
Este punto siempre fue presentado, por el Gobierno, como el aporte de las FARC al proceso. Un compromiso suyo ayudaría a la erradicación y con ello -creen los voceros oficiales- se podrá acabar hasta un 70% de los cultivos, ayudando a desmantelar el narcotráfico. Por eso los entusiastas hacen fiesta con la fantástica consigna de una “Colombia sin coca”. El Gobierno reconoció que en el tema agrario la guerrilla tenía razón en gran parte de sus reclamos, pero en éste otro se propuso convencer a la insurgencia de salirse del negocio. Las dos partes salen ganando: El Gobierno, porque las FARC contribuirían a generar las condiciones para la sustitución de cultivos y la guerrilla gana porque se aseguró de relacionar su participación en esta actividad como conexa con el delito político de rebelión, es decir, que se reconoce que pudieron haber narcotraficado en función de su organización, mas no del enriquecimiento personal.
Se ha señalado que no habrá plata que alcance para cumplir lo pactado y que se sacrificará a la población cultivadora llamándola a participar de asambleas (donde sea posible) en las que el prerequisito principal es comprometerse a erradicar “voluntariamente”, no volver a sembrar y declarar su condición para ser eximido de accion penal. La redacción del Acuerdo tiene la huella de la mano invisible de los benéficos prohibicionistas de la ONUDC que permite de forma limitada, por ejemplo, los usos indígenas de la hoja de coca (en sus resguardos), pero que también cree en la zanahoria de la sustitución, en el garrote de la erradicacion manual y en la adicción a la fumigacion. Ésta última, ahora se aplicaría en una “mínima expresión” (donde no haya control de esta guerrilla, donde no sea posible acuerdo con la comunidad o donde fracase el modelo propuesto), como andan prometiendo altos funcionarios del Gobierno.
La negociación tenía limitaciones internacionales entre las que se cuentan las convenciones de drogas, los compromisos del país en materia de reducción de oferta y los acuerdos bilaterales con Estados Unidos en temas sensibles como la fumigación y la extradición. Los negociadores no pudieron o no quisieron ir más lejos, entre otras cosas porque la postura del actual Gobierno, es que está dispuesto a introducir cambios internos, siempre que “el resto del mundo esté de acuerdo”, y por su parte a las FARC les interesa, manifestar su buena voluntad al respecto, buscando quedar bien políticamente con la diplomacia internacional. Sin embargo, dichas limitantes han incidido de manera perjudicial en otros lugares donde se han ensayado procesos parecidos. Por ejemplo, en una zona productora de amapola en Birmania, para terminar la guerra, un grupo guerrillero hace un tiempo ofreció acabar con esos cultivos en un plazo de cinco años, lo que no funcionó, pues la permanencia del comercio ilegal y del consumo internacional de drogas estimula en gran parte la continuidad de la producción. Confiar casi toda la apuesta a la sustitución de cultivos en un ambiente en el que los campesinos quiebran con productos tradicionales puede culminar en nuevas frustraciones o en la repetición de modelos autoritarios como los que ya han padecido esas comunidades a manos de ambas partes.
El estatismo de las guerrillas.
Si todo sale bien, el enemigo del Estado en zonas productoras se podrá convertir en su nuevo mejor amigo, sobre todo para que los planes y proyectos se ejecuten con éxito. Las FARC por años denunciaron la falta de presencia del Estado en múltiples regiones y esa debilidad fue aprovechada, al tiempo que cuestionaron que éste no hiciera lo que le tocaba hacer. Las instituciones por su parte, se han escudado en el conflicto para no llegar hasta donde realmente se vive el problema en fronteras, en el anden pacífico y la Amazonía, entre otras. Por ello, los últimos gobiernos han procurado que la Policía regrese a todos los municipios y el Ejército se instale en sitios remotos. Incluso, un programa gubernamental se implementó sobre el supuesto de que la fuerza pública tenía primero que consolidar el control del territorio y luego de recuperar la seguridad, ingresarían las instituciones civiles. En muchos de los casos, los militares hicieron su esfuerzo pero no llegó tras ellos la parte social del Estado, lo que refleja un desarreglo institucional de vieja data. En lo acordado se nota que las FARC creen en las bondados que puede brindar la llegada del Estado a esos territorios y por eso coincidieron con los delegados de Gobierno en la creación de un programa nacional de sustitución integral de cultivos y otras acciones, lo que refleja en gran parte el deseo de ellos de recuperar una institucionalidad para el campo al estilo del PNR, el IDEMA, Caminos Vecinales y el PLANTE, entre otras.
Pidiéndole peras al olmo.
El acuerdo en materia de uso de drogas refleja la retórica gubernamental, desconociendo los atrevidos avances de países como Uruguay, de los que transitan hacia usos recreativos de la marihuana y de los que despenalizaron como Portugal. Sin duda las FARC no consideraron las dinámicas urbanas actuales, y las dos partes desaprovecharon la oportunidad de dar un paso mas allá de una declaración a favor de la salud de los usuarios, lo que a su vez es criticable por la insuficiencia del sistema nacional de salud. Pero acaso las partes incluyeron este tema para estar a tono con la moda reformista, a la que se han sumado antiguos prohibicionistas que ahora no tienen responsabilidades de Gobierno. Los marihuaneros sin-verguenzas tienen razón en cuestionar el alcance de lo pactado, pero desconocen que las FARC son una guerrilla campesina, con base en zonas de colonización, que no tuvieron como prioridad una agenda urbana, sino su propia resistencia. Además, es simpático que quienes esperaban más de este punto, desconozcan las prácticas de destierro y otras penas peores impuestas por las FARC en sus zonas a los “bazuqueros”, lo que no se diferencia en nada de ciertos comportamientos de fuerzas del Estado en las ciudades. Este tema siempre fue considerado por las guerrillas como un asunto de “viciosos delincuentes” y solo hace pocos años han ido aceptando el consumo como un fenómeno social, siempre y cuando no atente contra la seguridad del resto de la comunidad.
Política criminal.
De otra parte, poco se ha reflexionado sobre el alcance de este acuerdo respecto de la política criminal y la lucha contra las mafias, segmento que en el caso colombiano ha sido causa de irregularidades en el sistema político. Las organizaciones de narcotraficantes han tenido la capacidad de mutar de la clásica figura de los carteles en los años 80s, a ser un fuerte complemento de la estrategia contrainsurgente del Estado por medio de grupos paramilitares, pero tambien a diluirse en una capa social emergente que se hizo a tierras, empresas y espacios de poder político a nivel regional y nacional. Una simbiosis de herederos de viejas mafias y nuevos liderazgos que se agrupan en la denominación oficial de bandas criminales controla los centros urbanos del pais, en los que se expande el mercado de drogas gracias a los éxitos de la interdicción de envíos al exterior, y en varios casos han sido asimiladas en áreas claves del Estado lo que les permite recibir beneficios, como ocurrió en el caso de la Dirección de Estupefacientes. En esta parte, el diálogo nacional sobre la política de drogas que lidera el Ministerio de Justicia, tiene un enorme desafío, el cual es urgente de atender por la sociedad y el Estado, aun cuando no formara parte del proceso con las FARC. Igualmente, en dicho proceso, es prioritario garantizar la visibilidad de los derechos de las poblaciones dedicadas a la siembra, cosecha, laboreo y transformación de la hoja de coca. Sería inconcebible, que la salida al conflicto brinde alternativas jurídicas a los combatientes dejando en la cárcel a personas que con una menor participación en la producción fueron judicializadas.
La implementación.
Desde 1986, sistemáticamente reclamos de colonos y campesinos han culminado en acuerdos que los gobiernos han firmado para desactivar las protestas. Años después, nuevas manifestaciones piden a otros representantes del Gobierno cumplir lo pactado en la anterior. Esta situación, de la que no se salvan los últimos siete presidentes, persiste, como lo acaba de demostrar el paro del Putumayo y la movilización del Catatumbo. La desconfianza en la capacidad de cumplimiento del Estado es mayúscula. Aun así, el viernes anterior el Presidente Santos instaló una nueva mesa de dialogo con la Cumbre Agraria en la que hay un punto (con temas mas avanzados que lo acordado en La Habana), dedicado a los cultivadores de coca, amapola y marihuana. Lo más irónico es que en varias partes del país, hay comunidades que estiman que desmovilizadas las FARC no habrá la presión para que el Estado cumpla lo acordado en esos territorios.
Adicionalmente, hay nuevas formas de resistencia de los cultivadores ante los actuales operativos de erradicación. Durante años, los campesinos corrían a esconderse ante el ruido de un helicóptero o la llegada de tropas oficiales, pero desde 2012, en el Inírida-Guayabero-Guaviare, sur de Cauca, Putumayo, sur de Meta, Catatumbo y Antioquia, entre otras zonas que han sido noticia, se organizan con sus vecinos, se plantan en medio de su cultivo, forcejean con los erradicadores y resisten por días, evitando que les arranquen su cultivo. Argumentan que esta planta es su economía de subsistencia, que gracias a ella comen, que no tienen otra alternativa, que mientras no les ofrezcan algo creíble no la dejarán arrancar y que si quieren se los “lleven presos”. Esta dinámica que aumenta por todo el pais, es una nueva concepción de lo que significa este cultivo y sus derivados para las comunidades, y expresa el aprendizaje que miles han tenido con proyectos truncados. Al parecer, los negociadores no tuvieron en cuenta esta nueva situación que en terreno pone en entredicho el régimen legal existente. Habrá que ver por tanto si las FARC son capaces, sin armas, de convencer a las comunidades que influencian de dejar los cultivos, y si los resultados del Estado llegan previamente al momento de la sustitución.
La ofensiva del modelo.
La agroempresarización propuesta en los últimos 25 años por sucesivos gobiernos, como requisito para la competencia nacional en un escenario de libre mercado global, exige que los pequeños propietarios rurales entreguen su tierra y sus mejoras a quienes tengan el capital y la tecnología para ponerla a producir de forma eficiente, dígase transnacionales o “nuevos llaneros”. La apropiación de baldíos por parte de grandes capitales en desmedro de quienes no tienen tierra o los medios para capitalizarla, también evidencia el avance de un modelo que se quiere legalizar en el Congreso, gracias al proyecto presentado por el Gobierno la semana anterior, que avala las transacciones sobre baldíos en extensiones superiores a la Unidad Agrícola Familiar establecida en la ley 160 de 1994.
En el modelo de explotación empresarial de la altillanura se resume gran parte de la apuesta que hacen los que dirigen el país. En dicho modelo no caben los indígenas y los afros, los que a lo sumo se toleran como ciudadanos dentro de su resguardo o consejo comunitario; tampoco caben los colonos campesinos, quienes han cumplido la tarea de ser ejército de choque que amplió la frontera agrícola hasta las lideros de las áreas protegidas, domesticaron el paisaje, y cambiaron su demanda de reforma agraria en el centro del pais, con acceso a centros de mercado, por reclamaciones de sustracción de reservas forestales, en sitios recónditos donde lo único que garantiza su supervivencia es el cultivo ilegal, del cual se obtienen dividendos que se invierten en praderas.
De esta forma, el acuerdo de La Habana ¿involuntariamente? puede servir de preludio de una ofensiva por tierras y recursos naturales (petróleo, gas, mineria, agua, biodiversidad y otros), la cual está estancada, pero que tendrá en la dejación de armas de las FARC un estímulo mayor para las inversiones en monocultivos de tardío rendimiento y en extractivismo puro y duro. En un contexto en el que la tierra y el subsuelo son determinantes para las finanzas nacionales, para el crecimiento económico que se acapara en pocas manos y para la completa inserción colombiana en este tipo de modernidad, la sustitución pactada, en la medida en que no supera la simple supervivencia, corre el riesgo de sumarse a los propósitos que tuvieron las fumigaciones y la erradicación manual, instrumentos que forman parte de un modelo en el que el objetivo fue quebrar la economía campesina y expulsar a los pobres de la propiedad que tuvieron transitoriamente. Un modelo que les puede brindar los beneficios de convertirse en jornaleros de los nuevos propietarios o en beneficiarios de los programas asistencialistas del Estado y la cooperación internacional.