El Estado, representado en el gobierno Santos, y las Farc, se sientan a negociar en un momento clave para cada uno de ellos. Llegan en situaciones muy diferentes a las que tenían cuando iniciaron los diálogos del Caguán.
El gobierno sabe que éste es un momento clave para buscar la paz. El trabajo legislativo que hizo durante sus dos primeros años en el poder, con la promulgación de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras y el Marco Jurídico para la Paz; así como los continuos coqueteos con el tema de la “llave de la paz” en el bolsillo, dejaban entrever que, como lo había anunciado, Santos iba a buscar pasar a la historia. Quería ser el presidente de la paz.
En esa empresa, Santos cuenta con el apoyo de la Unidad Nacional, pero también, con la oposición del expresidente Uribe, de la ultraderecha y de sectores amplios de los gremios económicos. Su margen de acción está limitado por el escepticismo que dejó el Caguán y la deslegitimación política de las Farc, que fue una de las fórmulas de Uribe para ganar la guerra.
En lo militar, la posición del Estado no es tan buena como hace unos años. No cabe duda del éxito que representó para las Fuerzas militares la política de Seguridad Democrática y la aplicación del Plan Colombia. Sin embargo, no solo la percepción de seguridad se ha deteriorado, también, es evidente que las Farc han podido generar un mayor volumen de ataques, típicos de la guerra de guerrillas, y que se supieron acoplar a la estrategia de las FFMM.
Por el lado de la guerrilla, los últimos tiempos han sido duros en lo político y en lo militar, a pesar del repunte en su capacidad de acción en los últimos 3 años.
El Plan Colombia, aplicado por Uribe, les impidió manejar grandes concentraciones de combatientes en zonas rurales, lo que mermó su capacidad de ejercer funciones de Estado en bastas regiones. Sufrieron la caída de líderes como ‘Raúl Reyes’, ‘Alfonso Cano’ y el ‘Mono Jojoy’, así como la muerte del más emblemático, ‘Manuel Marulanda’. El Estado golpeó sus redes de apoyo e hizo un arduo trabajo por deslegitimarlos políticamente en lo nacional y lo global.
Hoy, sus dirigentes, encabezados por ‘Timochenko’ e ‘Iván Márquez’ tienen una disyuntiva muy interesante. Por un lado, son herederos de una línea dura de negociación, pero han cambiado el lenguaje y, tácitamente, han reconocido que la toma del poder por las armas es un imposible. Saben que la lucha que han sostenido por más de 45 años no puede terminar con una simple entrega de armas, pero son conscientes de que los inamovibles de otras negociaciones no los podrán emplear en esta ocasión.
Pero las Farc tienen un as que es nuevo en estos intentos de diálogo. La guerrilla ha respaldado el fortalecimiento político de las comunidades rurales, sobre todo las que viven en sus zonas de influencia, y les quieren posicionar como actores políticos. Una expresión de ello es la Marcha Patriótica. Incluso, se rumora que dentro de las negociaciones la insurgencia ha planteado que la negociación sea entre tres: ellos, gobierno y sociedad civil.
¿Cómo llegaron al Caguán?
Cuando iniciaron los diálogos del Caguán, cuentan personas cercanas al gobierno Pastrana, el Estado colombiano no tenía un peso para comprar armamento. Había una crisis fuerte en lo militar pues la ofensiva guerrillera era insostenible, muchas zonas del país estaban vedadas para la Fuerza pública y el monstruo paramilitar empezaba a ser un cáncer invasivo, en la lucha antisubversiva. Estábamos ad portas de ser un “Estado fallido”.
En ese momento, el gobierno necesitaba por lo menos tiempo para reformular su lucha contra la guerrilla. Ante la bola de nieve que eran las acciones insurgentes, el camino más expedito para reformular la guerra y planear una posible paz, que no obsesionaba a nadie dentro del estamento militar, eran las conversaciones.
Las Farc, por su parte, estaban más vivas que nunca. Las tomas de Patascoy, las Delicias, Miraflores, Mitú, además de la cercanía a Bogotá en el Sumapaz o en inmediaciones de la Calera, hacían ver que en ese momento, más que en todo el tiempo que llevaban en la guerra, su ideal de tomarse el poder por las armas era viable.
La guerrilla planeaba, aupando a las clases populares al descontento irreversible, saboteando toda la infraestructura nacional, manteniendo la ofensiva militar y conformando un partido político que facilitara la transición guerra-poder, ganar de una vez la guerra.
Con esas pretensiones llegaron a la mesa. Sabían que era la oportunidad para hablar “de tú a tú” con el gobierno y que, aun, si las cosas salían mal, tener una zona de distensión les permitiría reforzar lo militar y continuar por la senda que ya habían trazado. Por lo tanto, si había o no un acuerdo final, no era el afán en la posición de las Farc en la mesa.
El gobierno Pastrana sabía que así se sentaría la guerrilla y quiso fortalecerse en lo militar, para lo cual buscó un aliado: los Estados Unidos, que veían con buenos ojos a Pastrana, la antítesis de Ernesto Samper (descertificado por los mismos EEUU). Se comenzó a gestar el camino del Plan Colombia que, a la postre, desequilibraría la guerra a favor del Estado, ya bajo la administración Uribe.
Ambos eran escépticos frente a las negociaciones y lo demostraron trazando planes ocultos que solo escalaron la guerra. El Estado se sentó a dialogar sabiendo que debía fortalecerse para la guerra ulterior y las Farc, que seguirían en su empresa de la toma del poder por las armas. Una mesa, que se condenó al fracaso por sí sola.
Ojalá esta vez no sea igual. Que, así el proceso no sea tan mediático como en otras ocasiones, el país sepa de acuerdos y mínimos posibles que nos lleven a la paz. Que las partes sepan que ya estuvo bien de matarnos entre colombianos.