¿Cómo se financia el Estado Islámico de Irak?

Entre sacos de arena en una de las trincheras de Suleiman Beg, al nordeste de Irak, Malashi, un peshmerga –soldado kurdo– apunta una y otra vez a la bandera negra que ondea en un tejado de la aldea, a tan sólo 200 metros de distancia. “No puedo disparar hasta que den la orden, pero estoy deseando asesinarlos: ellos tomaron mi pueblo”.

Parece que hubiera una especie de tregua para no intercambiar disparos. Tampoco se entiende bien por qué los kurdos, mayores en número, no se abalanzan como lobos sobre este pueblo y expulsan a los miembros del Estado Islámico, antes conocido como ISIS, las siglas en inglés para referirse al Estado Islámico de Irak y el Levante.

Al lado de Malashi, otro soldado de bigote prominente se entretiene limpiando el mortero con un pañuelo que se quita de la cabeza. Apura un cigarro y nos mira, sonriente. Agarra el lanzagranadas y lo dirige hacía uno de los edificios que asoma tras los muros de hormigón. No dispara, tan sólo imagina en su mente cómo ocurriría la jugada. “Hasta que nuestros jefes no den la orden tendremos que esperar –asegura–, y eso podría llevar semanas o meses”. De nuevo se hace el silencio.

No es cuestión de valor. Los peshmerga –que en kurdo significa aquellos que no tiene miedo a morir– son un pueblo acostumbrado a batallar durante décadas contra las tropas del fallecido Sadam Husein y contra el ejército turco. Saben lo que es pelear en minoría y en peores condiciones. Sin embargo, admiten que en esta ocasión se trata de una batalla a ciegas, donde todavía no saben exactamente a qué se enfrentan.


Armamento made in USA

“Tienen un armamento superior al nuestro. Sus francotiradores han entrenado durante meses, con rifles que superan en distancia a los nuestros. Lo mismo pasa con los explosivos. Vuelan sistemáticamente todo. Vuelan puentes, vuelan carreteras, vuelan edificios institucionales. De dónde sacan tanto explosivo y armamento. Tienen el soporte de algún medio externo”, afirma Hakim Krem, el coronel a cargo de esta antigua base del Ejército iraquí. Aunque evita dar nombres, se refiere a los países sauditas. El Gobierno iraquí, dominado por chiíes, acusa a Arabia Saudita de apoyar a ISIS.

Por otro lado, si el grupo yihadista logra controlar los territorios en los que las milicias están avanzando en Irak, los ingresos podrían ascender sustancialmente gracias al contrabando de petróleo. La ecuación la dibuja en la arena otro de los peshmergas, antes de que abandonemos el fuerte: “A más territorio, más petróleo y mejores armas. No podemos ceder ni un centímetro de nuestra tierra”.

Hasta el momento, se sabe que el Estado Islámico cuenta con armamento que le permite batallar en distancias cortas y largas. Por ejemplo, durante sus operaciones en Mosul –segunda ciudad de Irak– sustrajeron al Ejército manejado por Bagdad un cargamento de proyectiles para obús M198, de fabricación norteamericana, que utiliza munición de alto poder explosivo. Su radio de acción letal es de casi 50 metros y produce heridas a 100 metros.

En Irak, también se les ha visto utilizar varios misiles Scud –exhibidos antes por los fundamentalistas en Siria–, aunque no es seguro si este modelo proviene de Rusia o se trata de una copia importada de otros países. Con este arsenal, son capaces de ralentizar el avance de los viejos tanques kurdos y de interceptar las dushkas, ametralladoras de gran calibre instaladas en la parte trasera de las furgonetas de los peshmergas. En cualquier caso, un enorme alijo de armas suministradas a Irak por EEUU parece estar en manos de los insurgentes, que desde junio controlan varias ciudades del país.


Guerra de guerrillas, francotiradores y explosivos

Acompañados de Sam Kahraman, un combatiente voluntario de la minoría religiosa kakai, llegamos hasta Yalawla, una localidad situada al sureste de Kirkuk. Se trata de uno de los últimos emplazamientos que han caído en manos del Estado Islámico. Pero ha habido avances. Tras conseguir el permiso del comandante en jefe, nos montamos en una pickup. Escoltados por tres peshmergas y Sam, avanzamos carretera adentro hacia Hosseny, un pueblo a cinco kilómetros que fue recuperado por los kurdos hace tan sólo dos días.

Lo primero que encontramos en mitad de la carretera es una ambulancia de la Luna Roja, destrozada por una bomba que se encontraba oculta. “No murió nadie, pero varios auxiliares de enfermería perdieron sus extremidades”, asegura el combatiente kakai. Desde ese punto seguimos a pie. Los soldados nos advierten de que no pisemos los bordes del camino, donde todavía podría haber “regalos”. Observamos uno de los boquetes. Otro explosivo oculto hizo volar a un peshmerga por los aires. Con orgullo, uno de sus compañeros nos muestra las zapatillas del guerrero caído.

A tan sólo unos metros encontramos la carretera partida en dos. “Los yihadistas pensaron que destrozando la vía nos cortarían el paso”, asegura Sam, quien recuerda que día atrás encontraron un artefacto minúsculo, oculto debajo de una cacerola con comida. Una trampa que en los 70 utilizaba el Viet Cong. “Es la guerra de guerrillas”, aunque no al pie de la letra, pues hay características que se adecuan al modo de lucha de los islamistas.

Su fácil dispersión en pequeños grupos y su habilidad para desaparecer entre la población civil resultan muy difíciles de neutralizar. Avanzan rápidamente, tomando pueblos que en su mayoría son musulmanes o que pueden controlar en número. A veces cuentan con el apoyo de la población, algunos de ellos dispuestos a morir como mártires. Los suicidas acaban convertidos en bombas motorizadas que estrellan autos contra posiciones, como ocurrió recientemente en Erbil y Kirkuk.

Una vez tomado un pueblo o una ciudad, por lo general, los snipers o francotiradores se colocan en lugares estratégicos. De hecho, la semana pasada el Ejército iraquí lanzó una ofensiva para arrebatar a los yihadistas la ciudad de Tikrit, al norte de Bagdad, que frenó horas más tarde debido a la colocación de explosivos en sus alrededores por parte del Estado Islámico. También detuvieron su avance por la presencia de francotiradores en las azoteas de los edificios.

Tierra quemada

El miedo es la primera consecuencia de una campaña de trampas y otra de las armas fundamentales de la insurgencia. En el barrio cristiano de Ankawa, un centro comercial en obras se ha convertido en un improvisado campo de refugiados. Kalsh Muhish juega con un rosario de plástico entre sus manos. Es el único símbolo cristiano que conserva tras huir de Karakosh. En ese lugar ya no hay ni rastro de ellos, pues todos se han visto superados por la llegada de los milicianos islámicos del antiguo ISIS.

Muhish recuerda su travesía hasta que consiguió llegar a Erbil. “Me agarraron en una furgoneta, me arrancaron la cruz y empezaron a golpearme porque no quise convertirme al islam. Destruían todo a su paso, secuestraban y se casaban mediante clérigos con las mujeres, para tomarlas y luego divorciarse en cuestión de horas. Son principios basados en el sometimiento, el terror y la destrucción”.

Profesor de Historia a tiempo parcial en la Universidad de Salahaddin, Muhish recuerda que la política de “tierra quemada” y las violaciones sistemáticas ya fueron utilizadas en la década de los 80 por los ejércitos centroamericanos contra los indígenas, asesorados por la CIA, o durante guerras como la de Yugoslavia o el Congo. Y agrega: “No sabría decirte qué táctica utilizan específicamente, a veces pareciera que ninguna, otra que mezclan varias, pero no son un ejército como tal. Atacan en manada como los animales y, cuando ya no queda nada que arrasar, buscan otra aldea. Son bestias. Son bárbaros”.