“Capturados 15 personas, miembros del ELN, responsables de los atentados con explosivos en Bogotá, dos de ellos empleados del Distrito y otro profesor de la Universidad Nacional” rezaba el titular de la semana pasada. Nos han salvado, decían alborozados los periodistas en las pantallas, alabando la efectividad policial. Habló el presidente, hablaron los candidatos, hablaron los fiscales.
También hablaron los buenos somos más para decir que “claro, ahí estaba el Petro guerrillero y su Bogotá Humana” y como no, “los revoltosos de la universidad pública”. No faltó quién pidiera allanamientos y militarización del campus. Nos han salvado, dijo unánime el himno jubiloso a través de las bocinas. Y la gente, la que viva los goles, la que celebra las reinas, la de la moda y el chismecito ¡viva la gente¡ descansó tranquila esa noche.
Pero el sistema ya no es lo que era. Tiene fisuras la máquina que cuenta la verdad verdadera y ya no es tan fácil hablarnos del Niño Dios. Las redes sociales se llenaron de testimonios que contradecían la versión oficial y el escepticismo por tanta efectividad investigativa tomó forma. El titular entonces comenzó a rebajar el tamaño de las letras y pasó a páginas interiores: “el profe” pasó de vinculación laboral a alias, mientras los 15 se volvían 13, luego 11 y de culpables de las bombas en Bogotá pasaron a ser responsables de papas bombas en las pedreas de la Nacional. Solo tres de ellos “al parecer” y pegado con babas, tienen relación con la sindicación inicial. Y el ELN, que debiera ser el que cobrase políticamente por esos bombazos de aturdimiento, niega la autoría. Todo muy raro, como casi todo lo que ocurre en los países en pie de guerra.
¿Para qué nos mienten, si ya era suficientemente grave lo de las papabombas? La respuesta puede ser porque hace falta culpar a alguien, tal vez para resolver la incertidumbre ciudadana y de paso tomar posición fuerte en la inminente negociación con el ELN. Muy parecido al suceso este de “la pierna del soldado exhibida por las “ratas” del ELN (¿casualidad?)” en Convención (N.S.), que resultó ser una exageración teatral de un hecho que ya era suficientemente grave. Caben muchas posibilidades que expliquen ese proceder, pero no vine hoy a hacer de teórico de conspiración, que no quiero ganarme un susto. Una pregunta más interesante podría ser ¿por qué nos mienten? y una respuesta dolorosa para nuestro ego podría ser “porque les creemos”.
Desde chicos nos han enseñado a ello, a creer, a respetar, a ser obediente, CreoenDiosPadreCreadordel CieloydelaTierra, a no discutir. Con la estrategia de premio y castigo otorgados por un ser invisible que todo lo ve y todo lo puede, amigo ¿cómo no? de nuestros padres que tramitan una parte de los estímulos (porque el Cielo o el Infierno será cuando muramos), vamos siendo aconductados en casa y en la escuela durante décadas. Manos al frente, cubrir, cantar el himno, hacer silencio, escuchar al profesor, repetir la lección. Estamos para creer, estamos para aprender sin discutir la única versión, el único relato.
Cuando ya por fin descubrimos que el Niño Dios vamos a ser nosotros, igual seguimos creyendo, o diciendo que creemos y perpetuando de paso la mentira. Y es hasta entendible. En la práctica es más conveniente creer que pensar. Pensar implica dudar y casi siempre dejar la manada. Pensar y actuar en consecuencia cuesta. Como en el cuento de El traje de nuevo del emperador, hemos acordado asumir como verdad la mentira que el emperador, a riesgo de ser señalado como un tonto, dice que es verdad. Y al final, el emperador va empeloto, todos lo sabemos y todos sabemos que los otros saben. Pero hacemos como que no y alabamos los colores del vestido nuevo del emperador. Los más recalcitrantes en verdad logran verlo. Describen sus texturas, su diseño y sus maravillas y están dispuestos a apalear -con tal de no asumir su propia tontería- al que diga que no ve nada distinto a un tipo viringo por la calle desfilando su estupidez.
Es difícil desmontar un cuento mil veces contado. Yo creo, por ejemplo, que el Papa no cree en Dios. Mejor dicho, yo creo que el Papa no cree en ese dios que siempre nos han pintado, ese que él mismo nos pinta. Un tipo tan pilo, tan ilustrado y tan sencillo en su vainas, no puede creer en esa idea tan hermosa literariamente pero tan absurda e improbable como el dios mitológico con el que hemos crecido, más emparentado con Supermán que con una fuerza creadora primigenia. Él lo sabe, estoy seguro, como también sabe que no puede desmontar el mito para quedarse con el núcleo moral de la religión, ese sencillo “ama a tu prójimo” porque correría el mismo riesgo que corre cualquiera que intenta parar una máquina como el cristianismo, que lleva 2.000 años dándole impulso a “la más grande historia jamás contada”.
Si se le para de frente diciendo que tal vez Jesucristo, si existió, no resucitó, ni se fue a los cielos, la máquina se lo lleva por delante. La máquina hecha de la gente que cree y todo el aparataje que alimenta y llena sus bolsillos con dicha creencia.
Tal vez el Papa lo intente. Supongo que por eso anda diciendo esas cosas que va diciendo ahora, todas tan cristianas en esencia y por tanto, tan subversivas. Que el capitalismo está acabando con las sociedades, y con el medio ambiente, que el dinero nos pervierte, que el amor puede cambiar al mundo. Pero el Papa no es bobo. No quiere a un mítico Lee Harvey Oswald al que le echen la culpa de reventarle la cabeza de un disparo. Sabe que le toca despacio, tanto, que quizás ni se note. Pero igual lo sabe. Y lo sabemos nosotros.
Pero preferimos decir que no, que creemos en Dios, en este dios y no en un macho fornicador como Zeus o una madre paridora como Bachué. Ateos de todos los dioses excepto de este, que sí es el verdadero. Y por ahí derecho creemos en todo el resto. En lo que dice la prensa que es más o menos lo que siempre ha dicho, o sea, lo que dicen los dueños, que al final será lo que aprendamos a decir los empleados: que el vestido del emperador es hermoso y que todos somos muy inteligentes. Amén.