¡DE CIERTOS PERSONAJES! Por: Francisco Galvis Ramos
La Bogotá de mediados del siglo XX abundó en personajes reputados locos que, marcando tal impronta, sobreviven en el recuerdo y son historia gracias a textos que por allí reposan en archivos y bibliotecas. Entre los más recordados se tienen a Pomponio, la Loca Margarita, el negro Chivas y el Bobo del Tranvía y, según se dice, todos enloquecieron por causa de amores terrenales.
Si leyeran sobre el Bobo del Tranvía, hasta concordaríamos en que a los tranvías citadinos les hace falta su bobo para agregarle gracia a su indudable utilidad. De ahí que al Tranvía de Ayacucho le convendría su propio bobo, como decir Roy Barreras para que se la pase correteando los vagones en pos de lo que, sin remedio, ya tiene perdido.
Y hubo para la época otra estrella rutilante bajo el firmamento bogotano sobre el que, por cierto, se ha escrito hasta una tesis doctoral que tardó diez años en ser redondeada. Nació en San Gil, Santander, como José María Rueda Gómez, a la larga hacendado de varias haciendas, caficultor, ganadero, industrial, viajero, disparatado, librepensador y aguerrido, hombre alentado de dos concubinas a la vez con quienes tuvo descendencia, que terminó por darse ínfulas de noble Conde y Marqués.
Al regreso de larga estadía en España recaló en San Gil y Socorro y en todas sus posesiones con el nombre corregido y aumentado de Don José María de Rueda y Gómez y los muy ilustres motes de Excelentísimo Señor Conde de Cuchicute y Marqués de Majavita, derivados de sendos predios uno de su padre y de otro propio, títulos sobre que exhibía documentos reales.
En todo caso no hay claridad sobre sí adquirió tales eminencias por compra que hiciera a un noble español venido a menos o si, como dijera él, como recompensa por sus supuestos servicios en el Ejército Español en la Guerra de las Filipinas. Sea lo que hubiere sido, este Conde y Marqués paseó las dignidades enfundado en ropajes a la vieja usanza de la rancia nobleza española, cubierto en capa y fino sombrero, bastón, además de peluca y monóculo que le cubrían calva y ojo tuerto y, en fin, otros ornatos propios del vestir de su nueva jerarquía.
Se trasladó a Bogotá y allí vivió una larga temporada, haciéndose notable en la vida social y callejera, frecuentó los mejores salones en compañía de aritacadas damas, contertulio permanente del glorioso Café Automático, alcanzándole la vida disipada y bohemia para repetirse una y otra vez en cantinas y prostíbulos.
Principal motivo de la estadía en Bogotá fue proponerle pleito a un hermano suyo que lo despojó de sus bienes en uno de sus períodos de insania. Efectivamente, logró en el grado de Casación la nulidad judicial de la Escritura Pública contentiva de la felonía, más no la reparación moral que exigía, por lo que motejó a los cuatro vientos a la Corte Suprema de Justicia como la Corte Suprema de las Injusticias.
Y murió en su Hacienda Majavita de catorce puñaladas y dos machetazos y, como lo exigió, fue enterrado de pie en dicha heredad en 1954.
Como se podría deducir, no serían de ahora los defectos de los que sirven en las llamadas Altas Cortes.
Tiro al aire: Y como la historia es un péndulo que va y viene, hoy la Patria cuenta con su Príncipe de Anapoima, Conde de la Mermelada y Marqués de la Componenda, amortajado en aquel horrible disfraz del Honoris Causa rematado en aquel terrible gorro.