Entre varias muchas, hay unas condiciones que se espera cumplir para ser columnista de opinión; capacidad de síntesis, manejo de la sintaxis, disciplina para cumplir con la regularidad y criterio claro para abordar los temas. Cuando se me abrieron las páginas de opinión en este periódico, hace 17 meses, no saben ustedes la irresponsabilidad, o el tremendo voto de confianza del director, que apostó por la recepción de un texto mío con algún atisbo de coherencia y medianamente bien escrito, cada semana sin falta, con una opinión informada acerca de lo que se me viniera en gana.
Con excepciones, he cumplido. Me he visto tratando de sacar adelante el texto en medio de oficios profesionales y domésticos de toda índole, de alteraciones emocionales de toda calaña, en madrugadas y de trasnoche.
Sin decir que la acción de escribir sea mamey, lo más difícil de esta tarea suele ser decidir acerca de lo que se escribe. Aquí el abanico es infinito. Desde la mesa de negociaciones de La Habana hasta la sonda espacial Kepler, decidir un tema es ahondar en él, mirarlo por los lados, desde arriba, por debajo, optar por un enfoque, habilidades que no todos los días me acompañan, por las razones que sea y que no viene al caso comentar. Como esta semana.
El martes pensé en un tema, el miércoles lo cambié, el jueves apareció otro, que el viernes se me escapó. Y no es que los considere irrelevantes, por el contrario. En una semana ocurren muchas cosas que tienen el suficiente mérito para ser parte de esta conversación semanal que tenemos, usted y yo. El problema es que a veces se me daña el “escogedero”.
Esta semana podría haber recordado, como cada 13 de agosto, que Jaime Garzón no está porque unos sicarios lo asesinaron una mañana hace 16 años cuando iba en su camioneta para la cabina de R@dionet. Como muchas personas, revivo el momento exacto cuando supe de su muerte, mi propio corrientazo de dolor y el golpe traumático colectivo que salió de allá, de lo profundo del alma nacional, ese mismo lugar donde él se nos instaló a golpe de hacernos reír de nuestras desgracias.
Podría haberme asomado a la mesa de La Habana, a los debates que se dan acerca del camino para ratificar y reglamentar los acuerdos que ahí se firmen. Y del Presidente Santos, que lanza ideas sin sustento real y le entrega así, a cada quien, el derecho a interpretar como se le antoje lo que él dice. Esta semana surgió, entre las palabrejas complejas de Constituyente, referendo o consulta popular, el Congresito. Una comisión legislativa con ese nombre de cosa chiquita, que evoca a parlamentarios eunucos, hizo en 1991 el tránsito legislativo de la Constituyente hacia el Congreso y reglamentó, entre otras, la acción de tutela. El diminutivo que carga no se compadece con su enorme capacidad de transformar nuestro futuro político y la garantía de nuestros derechos.
El tema, aunque interesante, es denso y árido, y necesita un hervor. Seguramente abra un archivo con el nombre de Congresito, para ir tomando notas por si acaso algún viernes de madrugada me veo nuevamente ante la indecisión acerca de qué tema abordar en la columna, y el asunto ha trascendido de la categoría “globo al aire” a la dinámica de elección del mecanismo.
Si se trata entonces de hablar de lo que realmente ocurre, esta semana debería escribir acerca de las multitudes que se congregan para bailar y gozar. En Bogotá, Rock al Parque; en Cali, el Petronio Álvarez. De la guitarra eléctrica a la marimba de chonta, de la esencia dark metalera a los arrullos del canalete del pacífico, habría escrito una columna sobre el enorme poder de la música que aglomera a la gente para brindarle inmensos momentos de felicidad. Sobre la diversidad en la que nos reconocemos gracias a estos encuentros alrededor de la música, uno de los placeres para el espíritu.
Otro de ellos es el de la cocina. Popayán ya se alista para la edición XIII del Congreso Gastronómico y ofrecer tres días de sabores y saberes; convoca a degustar alrededor de la buena mesa la fusión que crean las cocinas de los inmigrantes, y a reconocer en el gusto de comer, el peso de las tradiciones culinarias en la formación de nuestra cultura. El gastronómico es un tema sustancioso, carnudo, aromático, que tampoco logré esta semana concretar para esta charla.
En este ejercicio de opinar sobre algo, muchas cosas son relevantes, pero ameritan una doble cocción antes de pasarlas a la mesa. Es el tiempo, estrictamente corto, el que hace tan difícil en ocasiones ahondar sobre un tema. Dejemos así, y hagamos de cuenta que esta semana sí logré sacar una columna coherente y completa.