Hace 20 días entrevisté a un desmovilizado de las Farc, alias “Héctor 44” Un comandante de un frente móvil que dejó un día las armas por una razón simple y contundente: se cansó de la vida guerrillera.
Esa mañana, igual a todas las de los últimos años, dictó a sus hombres el orden del día para las actividades del campamento, e incluyó la salida de una comisión para ir a hablar con un campesino de la zona sobre cualquier tema. Encargarle una yuca, arreglar los líos de una cerca, o del último chisme de la región; lo que fuera necesario. Su jerarquía le permitía evadir explicaciones adicionales, y no levantaba ninguna sospecha. Era el jefe.
Al término de la reunión, se vistió de civil, dejó el fusil colgado en su caleta, caminó unas horas y se entregó al ejército.
“Héctor” es del Meta y entró a la guerrilla cuando tenía 22 años. Hoy tiene 36. Llegó en mayo de 1998, pocos meses antes de que comenzara el despeje militar que permitió los diálogos del Caguán.
En 14 años escaló dentro de la organización hasta tener bajo su mando 50 hombres que conforman el frente Manuela Beltrán. Una especie de comando de apoyo a las acciones de los frentes territoriales, así se llaman en las Farc las estructuras que tienen asignado una zona geográfica. Este pertenecía al Bloque Oriental. Uno de los bastiones estratégicos de esta guerrilla.
Ahora se llama Argemiro, su nombre real, asegura que abandonar la lucha armada no fue una opción que consideró por mucho tiempo. Surgió de un día para otro, de repente se sintió estancado en la vida, sin ninguna evolución en lo personal, ni en los objetivos que como le recitaron, una y otra vez, tiene la organización.
Se dijo a sí mismo “aquí no se ha hecho nada” y arrancó. Ahora tiene la tarea de rehacer sus días y sus noches con la única certeza de que su vida tiene que seguir, sin el poder que otorgan las armas.
El impulso de “Héctor” podrá ser el de muchos miembros de la “guerrillerada” que se percatan del sin sentido de sus días. Lo normal es que el monte canse y la guerra atemorice.
Sin embargo, no serán los impulsos individuales, los que logren deshacer una organización armada como las Farc, enclavada en el escenario político, en la sociedad y en la geografía colombiana desde hace 50 años.
Pese a su naturaleza ilegal, la guerrilla es una “institución” dentro del panorama nacional y acabar con ésta, significará más que unos miles dejen a un lado los fusiles. Poner fin a la lucha armada no depende solo de las Farc.
La desactivación del conflicto armado debe traer consigo la concientización colectiva de que habrá un estremecimiento que llevará a cambiar, en principio, la manera como se concibe así misma ésta sociedad.
Es urgente plantear como propósito nacional encontrarle respuesta a la pregunta sobre cual es el “después” de la lucha armada. Se requiere construir un escenario de confianza que trascienda las montañas y los enclaves del establecimiento en el ejercicio del poder.
Partir de un nuevo consenso es necesario para abrirse a la paz utilizando la llave correcta.
No puede el Estado darse el lujo de no tener lista la respuesta para cuando llegue el momento. Que no será tan repentino como el cabezazo de “Héctor”, pero el momento siempre le llega al gobierno y a la comandancia de turno. Y mejor estar preparados.