Cuentan que el minuto de silencio, como gesto de condolencia y de respeto por las personas fallecidas, fue la propuesta de un soldado inglés para conmemorar el primer año del Tratado de Armisticio que había puesto fin a la Primera Guerra Mundial. El rey Jorge V encontró suficientemente buena la idea, y decretó que el 11 de noviembre de 1919, a las 11 am, se guardara en todo el país un minuto de silencio por sus muertos.
En esos segundos que transcurren mientras el silencio pesa sobre todas las cosas del mundo, se recoge el reconocimiento que las personas congregadas hacen a quienes han muerto, para honrarlos en silencio, con un solo latir de corazón.
Recuerdo muchos, muy emotivos, minutos de silencio. El del estadio cuando mataron a Andrés Escobar; el del cementerio de Popayán el viernes santo del 81; el de, paradójicamente, la marcha del silencio de septiembre del 89; el de cualquier pueblo que se reúne convocado por el dolor colectivo. Porque todos los presentes consideran que quien ya no está, bien merece una despedida.
En este país de tragedias, todos hemos sucumbido alguna vez ante el estremecimiento que se siente en un minuto de silencio. No son 2 ni 3, es 1 minuto en el que callamos y hacemos lo único que absolutamente todos podemos hacer, igual de bien: guardar silencio.
Esta semana se realizó en Popayán un foro de Universidades por la paz, que reunió desde la academia a diferentes sectores sociales y del gobierno que buscan rutas para pensar en la superación del conflicto en el Cauca. Estuvieron Ángela María Robledo e Iván Cepeda de la Comisión de paz del Congreso, una dupla parlamentaria verde – amarilla que parece entender que frenar la guerra con las FARC es pensar en el Cauca, no solamente en La Habana. Estaban la administración departamental, y miembros del recién creado Consejo Regional de Paz del Cauca.
El acto en el Paraninfo Caldas dio inicio con el llamado a dos minutos de silencio, uno por los 11 soldados y el otro por los 6 indígenas ahí mismo asesinados, silencios que guardaron solemnemente las 300 personas presentes.
Esos dos minutos de silencio dicen mucho de lo que sucede en el Cauca. La guerra está ahí no más, antes de Mondomo a mano derecha viniendo desde Cali, en esa zona donde los que fueron esclavos fabrican y tocan violines y le sacan al rio el oro que él les manda aguas abajo; donde la gente indígena avanza en minga a sembrar de lo que la tierra da para su pueblo; esa zona donde la riqueza se la lleva siempre la gente blanca, o mestiza como dice Paloma, esa que siempre está urgida de explotar y explotar y extraer más y más; zona de intermediarios armados, por donde transitan cargamentos y dineros, atravesando como navajas el espíritu de la marimba de chonta que reina en esas almas pacíficas; lugar de combates, trincheras y bombardeos.
Cuando se guardaron dos minutos de silencio en el Paraninfo de la Universidad del Cauca, se hizo un acto de reconocimiento público a la igualdad de las personas que murieron en la primera semana de abril en la misma zona y por la misma guerra. Cada grupo (soldados e indígenas), fue honrado de idéntica manera. Loable intento de igualdad.
Pero por encima del principio de igualdad que se pregona en actos como éste, el ejercicio mismo hace explícita la diferencia: hay unos muertos y otros muertos, y cada cual carga con su propio minuto de silencio. Me pregunto qué tan rotundamente seguimos fragmentados, que no logramos compartir ni el instante fúnebre. Como si los que murieron no fueran hijos de la misma tierra ni muertos de la misma guerra.
Si más allá de ser indígenas, afro, soldados, campesinos, sindicalistas, mujeres o lgbti, no somos también una nación, estamos condenados a la segregación, al divisionismo, a la justificación del irrespeto por la tierra y por la vida.
Ningún actor armado ni negocio ilegal ha respetado la cultura, la autonomía y neutralidad expresas de los pobladores ancestrales de esa zona del Cauca, que les han dicho en todos los tonos ¡lárguense de aquí!, al ejército, a la guerrilla, a las bacrimes y a los mineros ilegales. Todos ellos patrullan por los senderos abiertos a machete llenando de zozobra a los habitantes de la zona, o con aviones que disparan desde el cielo bombas que caen al frente de la casa.
Creeré que avanzamos en la reconciliación el día que honremos al tiempo por todas las muertes, y guardemos un solo silencio por todas ellas.
En ese límite inhóspito entre la selva y la montaña, territorio de habitantes ancestrales, está hoy el ombligo de la guerra colombiana. Sobre su geografía húmeda se trazan coordenadas, se hacen persecuciones en caliente y se bombardea, cómo no, y con ganas. Desde hace rato. No olvidemos dónde cayó hace 4 años Alfonso Cano, y de ahí para atrás, esto ha sido zona de guerra por años y de conflictos sociales por siglos.