Todos los seres humanos requerimos desde nuestro nacimiento de alguien. Otro que nos cuide, nos ayude, nos sostenga; esa relación de alteridad, que se constituye en la base primordial del desarrollo humano y principio conductual al que llamamos relación social, no es ajena para la persona con autismo. Es por eso que en el campo de la educación se viene entendiendo que sin el eje de lo humano, no habrá métodos ni invenciones que alcancen a suplir las necesidades de estos sujetos.
En el florecimiento de las propuestas educativas de occidente, que se producen desde finales del siglo XX y lo que va del siglo XXI, se da un auge progresista de los modelos educativos que buscan la creación de nuevas estructuras que le aporten al niño con autismo un lugar en el contexto de las instituciones regulares. A manera de reconciliación por los años de exclusión a los que fueron sometidos muchos, se promueve en la actualidad toda clase de gestas educativas incluyentes.
El trasfondo de este reto está en la alteridad, como proceso básico que genera desarrollo en el niño. Eso implica convivir, vivir con otros, como un acto vital, así como lo es alimentarnos. En la atención clásica del autismo no hay énfasis en un método particular de lo humano, y esto, en consecuencia, genera una carencia implícita en la interacción, en la educación y, por lo tanto, en el reconocimiento del otro.
Para Vygotsky, el desarrollo de las funciones psicológicas superiores se da primero en el plano social y después en el nivel individual. La transmisión y adquisición de conocimientos y patrones culturales es posible cuando de la interacción –plano interpsicológico– se llega a la internalización –plano intrapsicológico–.
Si no hay una inclusión de las personas con autismo, no puede gestarse una verdadera integración, una praxis mediadora educativa. Por lo tanto, la alteridad como proceso vital para el trabajo educativo hacia la persona con autismo, requiere que se le dé reconocimiento, primero como sujeto digno, porque el otro “especial” no ha sido considerado “otro” en el ámbito educativo. Por lo anterior, la escuela, en muchos casos, termina viendo a otro “diferente” que requiere de educación distinta, en una institución distinta, en un aula distinta y que por tanto sus aprendizajes serán distintos, válgase la redundancia. Esto sucede cuando la diferencia es contemplada como deficiencia, lo que conduce a la discriminación y victimización, lo que es, claramente, un gran error.
Esto se produce porque existe la creencia de que las personas con autismo no son capaces de mantener ninguna relación afectiva con su entorno, ni poseen capacidad de aprender. Lo que la sociedad desconoce es que las personas con autismo pueden mantener relaciones amigables y estrechar lazos de afecto y simpatía, más allá de lo que la gente cree. Así mismo, pueden aprender un sin número de cosas y desarrollar habilidades maravillosas. Muchos autores señalan que es posible que la persona con autismo aprenda de las emociones de los demás, así como de las propias, si se les enseña de manera directa y explícita. En este caso la escuela juega un rol fundamental.
En suma, la atención educativa debe ser en principio un intento de integración, de inclusión y de potencialización en la persona con autismo. Solo basta con abrir las puertas de las instituciones educativas regulares y brindar desde ellas una verdadera educación especial.
Natalia Castellanos Díaz / Especialista en Neuropsicopedagogia
Politécnico Grancolombiano / Sala Contacto