El ’10’ apareció de nuevo en una final para marcar un gol de otro planeta que empezó a sentenciar una final en la que el Athletic compitió, pero no fue un rival a la altura del candidato al Triplete
El juego del Barcelona desde hace meses se puede resumir a partir de una jugada constante, del movimiento de un futbolista al que se le espera siempre como al profeta al que seguir hasta la tierra prometida.
Resulta ya complicado enumerar todos los partidos en los que el Barça ha empezado con la torrija encima y ha esperado a que Lionel Messi tenga ese momento, esa decisión de desatar de una vez la tormenta perfecta. Esta vez fue relativamente tarde, rozando ya el cuarto de hora del partido.
Estaba Messi a la derecha, como toda la temporada, pero por primera vez con una lapa pegada al trasero, y entonces efectuó la pelota salida de su pie esa curva marca registrada hacia la bota derecha de Neymar. Ahí se inició la dictadura azulgrana que por ahora se ha transformado en dos títulos y en siete días pueden ser tres. El Athleticsobrevivió hasta el final, pero el 1-3 en realidad se quedó hasta corto.
Estaba en fuera de juego según el linier y el gol no subió al marcador, pero a partir de ese instante la final dejó de ser un partido igualado, de esos que siempre se enfrente quien se enfrente se dice que está al 50%, y pasó a ser un partido más para el Barça de los que se dedica a tocar la pelota, a presionar la pérdida para mantener la posesión absolutista y a generar ocasiones con una facilidad pasmosa, casi insultante. El Athletic, digno rival sobre el papel, fue una víctima más de la máquina perfecta.
Y eso que hasta el minuto en que Messi decidió ganar la final, el Athletic había salido como suelen salir los equipos que se enfrentan a este Barça y que originan esos minutos de pájara azulgrana iniciales.
¿Y eso cómo funciona? ¿Qué hacen esos equipos? Pues muy simple: forzar la máquina para ejercer una presión incómoda al poseedor del balón con el objetivo final de robar la pelota lo más cerca posible del área contraria para tener opciones factibles de crear peligro. El problema es que cuando Messi empieza a jugar, los que no son de su equipo no lo pueden hacer. Es imposible, literalmente.
Volvamos a analizar más en profundidad la figura de la lapa en el trasero de Messi. Como es más que natural, la única preocupación de Ernesto Valverde al encarar esta final era parar al argentino. No sabe cómo hacerlo, ni él ni nadie en este planeta, y eso que hay mucha gente que lo ha intentado sin éxito.
Cuando Messi jugaba como falso 9, era relativamente más sencillo cubrirle al poder dedicar a un central esa función de lapa. Pero desde la derecha, se convierte casi en una utopía, sino no lo es ya de por sí. Entonces a Valverde se le ocurrió ponerle también un vigilante constante. Y plantó a su lateral izquierdo sobre el extremo derecho culé. Y vaya noche la de aquel día dirá el bueno de Balenziaga, parafraseando a los Beatles.
Messi estaba inquieto con ese marcaje novedoso y se lo tomó como una motivación extra, por si lo del Triplete se quedaba corto. Y ya cuando le pusieron delante a cinco tíos vestidos de rojiblanco, Messi saca de sí lo mejor que tiene, que es quizás su gol al Getafe aquel en Copa.
Y también en la misma competición hizo un gol no tan completo, pero sí igual de bello en cuanto que comprimido en el tiempo. Se fue de tres con un autopase; después, uno, Mikel Rico trató por todos los medios de tirarlo al suelo, pero el que se trastabilló fue él. Messi recortó a otro y marcó. Lo hace fácil, parece imposible, pero lo hace fácil. Y lo hace en finales, en los días que cuentan.
La frescura inicial del Athletic no volvió a aparecer hasta que la desventaja se antojaba prohibitiva y el Barça, consciente de tener la Copa ya de camino a las vitrinas, empezó a acordarse de que tenía otra final que jugar dentro de siete días, en Berlín, esa que todos quieren más que nada en el mundo.
Algo tendría que ver que Valverde sacó al campo a dos tipos que saben muy bien qué hacer con un balón como son Susaeta e Ibai. Éste último le puso un balón delicioso a Iñaki Williams, un niño que se vio en una final y que tuvo un larguero y un precioso remate de cabeza luchado y ganado sobre Busquets. Era ya tarde, la Copa ya era azulgrana mucho antes.
De hecho, se podía decir sin miedo a equivocarse que no habría más final una vez que a los 25 minutos Neymar marcó el segundo gol. La jugada acabó afeada por un rechace defensivo, pero se inició con Messi, cómo no (el Barça funciona con Messi, es el interruptor que enciende la luz, la batería que arranca el coche). Aguantó de nuevo a Balenziaga, combinó con Rakitic y tras el rechace, encontraron a Luis Suárez en la misma línea del fuera de juego, y jugando en ese filo, si se traspasa, el atacante se queda solo.
Y solo también estaba Neymar en el segundo palo para empujar. Hasta ese momento, si el Barça hubiera llegado ganando 4-0 nadie podría haber puesto el grito en el cielo.
El tercer gol era algo que tenía que llegar porque el Barça seguía planteando un partido como si fuera 0-0. La presión era insufrible para un Athletic que en realidad ha perdido mucho toque en el centro del campo (más sin Susaeta e Ibai) y en el que Rico y Beñat no pueden acapararlo todo ante el mejor centro del campo del planeta, o al menos el que está en mejor forma. Messi lo marcó casi sin querer.
Apareció por ahí, como el que no quiere la cosa, y como nadie se dignaba a despejar, pues la metió para dentro. Fue como está siendo elDoblete, sin querer, sin esperarse, sin comerlo ni beberlo. Haciendo oídos sordos a las críticas, uniéndose todos en torno a la figura de Messi. Y el que está con Messi, está en el lado ganador.