Conocí a Gabo un sábado de carnaval luego de que unos vecinos del barrio donde vivía me pidieran que me quedara en su casa mientras ellos iban a disfrutar de la batalla de flores, del festival de orquestas, de los cantantes internacionales y, por supuesto, de la muerte de Joselito en el carnaval de Barranquilla. Para entonces yo era un niño escurrido, pálido, de frente reseca y de ojos hundidos que no llegaba a los doce años de edad.
Recuerdo que mi hermana Rosalba me miró con cierto aire de lástima cuando se percató de que me estaba equipando con los zapatos de tela de lona, el pantalón corto de overol y la camisilla blanca sin mangas, que solía usar cuando viajaba al pueblo a visitar a mi madre. “¿No te da miedo quedarte solo en esa casa tan grande?”, alcanzó a preguntarme apenas vio que agarré la mochila donde acababa de meter dos pantaloncillos apolillados y un suéter desteñido. “No”, le respondí sin detenerme a pensarlo, puesto que la soledad ya era fundamental para mí a pesar de mi corta edad.
Los vecinos me mostraron la casa antes de salir para Barranquilla: para mí era como estar viendo una mansión. Tenía una terraza amplia con dos jardineras rectangulares, una sala para recibir visitas, otra sala dotada con muebles de lujo, un comedor con mesa de cristal y sillas de madera tallada, una cocina integral con estufa de cinco puestos y horno microondas, una alcoba principal con baño interno y vestier, tres alcobas auxiliares con sus respectivos closets, una alcoba de huésped con argollas en las paredes para colgar hamaca, una alcoba de servicio oscura como un calabozo, una biblioteca atestada de libros de toda índole, dos baños sociales, una sala para ver televisión, un patio de labores, un patio social y un garaje para dos autos.
“Puedes hacer lo que se te antoje”, me dijeron los vecinos al momento de salir. Yo les sonreí a manera de agradecimiento, sin la menor malicia de que minutos antes, ellos habían tomado las precauciones para que precisamente eso no ocurriera. “Y por favor, no dejes de regar el jardín”.
Los seguí con la mirada desde uno de los extremos de la terraza y apenas vi que desaparecieron en la distancia, salí corriendo rumbo a la biblioteca. No pude entrar porque estaba cerrada con llave. Entonces me dirigí a la alcoba principal que fue otro de los lugares que me llamó la atención. Tampoco pude entrar.
Y así fui intentando en cada uno de las habitaciones que me acababan de mostrar, hasta que recorrí toda la casa. La única habitación que estaba sin llave era la del servicio. Entré. Lo primero que percibí fue un hedor a rata descompuesta que parecía salir de la colchoneta donde se suponía que iba a dormir. Me llevé una mano a la nariz y seguí observando la habitación con esmerada celeridad.
En una de las paredes laterales estaba colgado un cuadro de Jesucristo crucificado y al frente, un pequeño espejo empañado en forma de círculo. A pesar de la persistencia, decidí mirarme en el espejo para ver qué apariencia tenía. Me pareció extraño que mi reflejo se pareciera más a mi hermano mayor que a mí mismo. Y fue mi propio reflejo quien me insinuó que me habían dejado al cuidado de una casa de lujo donde, al parecer, yo era el primer sospechoso en el caso de que algo se perdiera.
Sin embargo, me llené de valor y salí de aquel calabozo dispuesto a voltear la casa al derecho y al revés hasta encontrar las llaves de las demás habitaciones, incluida la de la biblioteca. De manera que tomé la actitud de uno de esos peritos encargados de realizar avalúos de bienes inmuebles.
Comencé por el principio y en su respectivo orden: busqué en los jarrones de porcelana que estaban en la sala, en el florero que adornaba el comedor, en cada uno de los recipientes de la cocina, debajo del refrigerador, en la caja de herramientas que había visto en el garaje, en las materas que rodeaban el patio social y dentro de la lavadora que parecía estar empotrada en el patio de labores. Nada.
Entonces me fui para la sala de ver televisión, me dejé caer sobre una poltrona y cerré los ojos para pensar mejor. Me quedé dormido por más de media hora. Cuando desperté, volví a la cocina, destapé el tarro donde depositaban el café, que era lo único que me hacía falta por revisar, y ahí encontré las llaves. Las levanté con el temperamento del que se acaba de ganar un trofeo. “Ahora sí puedo hacer lo que se me antoje”, grité lleno de dicha.
Lo primero que hice fue abrir la habitación principal. La encontré más atractiva que cuando me la mostraron los dueños. Estaba atiborrada de lujos: con una cama inmensa, como para hacer maromas, un colchón blando y voluminoso, un cubrelecho importado y dos almohadas de plumas con sus respectivas fundas bordadas. Me desnudé sin pensarlo, tiré mi ropita vieja en un rincón de la alcoba y me metí en la tina sin tener la menor idea de cómo funcionaba.
“Esto sí es vida” dije, cuanto sentí el frío de la superficie de la loza en mi trasero. Comencé a manipular los grifos y al cabo de varios minutos me había vuelto un experto. Me di un baño con agua tibia y jabones aromatizados por más de una hora. Salí rejuvenecido. Me puse unas pantuflas sintéticas y una piyama azul que me encontré en el ropero, y luego caminé en dirección de la biblioteca.
Ya para entonces me consideraba el amo y señor de la casa. Metí la llave en la cerradura y giré hacia la izquierda. La puerta se abrió. Fue como si acabara de descubrir el mundo. Frente a mis ojos había cientos de libros a mi entera disposición. Caminé en línea recta porque presentí que en esa dirección quedaba mi destino. Agarré uno de los libros que estaba a la altura de mis hombros, lo olfatee, me dirigí al escritorio que estaba en el extremo derecho de la biblioteca y me senté en la silla estilo gerencial.
Abrí el libro impulsado por un buen presentimiento y comencé a leer sin detenerme a mirar el título: “El coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más de una cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata”.
Sólo eso me bastó para terminar de convencerme de que seguiría bañándome con agua tibia y jabones aromatizados en la tina, de que seguiría usando las pantuflas y las piyamas del dueño de la casa, y de que dormiría como un rey en la alcoba principal. Y cuando leí: “El coronel necesitó setenta y cinco años –los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto– para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder: Mierda”, supe que Gabo se convertiría en mi gran maestro.
Desafortunadamente para mí, los carnavales de Barranquilla se acabaron con la muerte de Joselito. Los vecinos llegaron el miércoles antes del mediodía y me encontraron dormido en su cama, luciendo otra de las piyamas del señor y arropado de pies a cabeza porque tenía el ventilador de techo y el aire acondicionado a todo timbal. Me sacudieron con fuerza por la cadera. Yo abrí los ojos con pesadez, pero me sentí igual que el coronel, al momento de incorporarme: puro, explicito e invencible.
No me importaba nada de lo que me reprocharan, puesto que ya había descubierto mi verdadera vocación. De manera que me detuve sólo un instante a contemplar la cruz de ceniza que cada uno traía en la frente, y enseguida salté de la cama y me puse a recoger todos los libros de Gabo que aún permanecían regados en la habitación. Al momento de cruzar el umbral de la puerta, escuché que uno de los dos me dijo: “¿No regaste el jardín, verdad?”
Sincelejo, abril 17 de 2015