El Papa más simpático y también el más espontáneo en sus pronunciamientos y en sus gestos vivió el que puede ser ya considerado su primer gran traspiés en su enorme popularidad, acrecentada a lo largo del último año a golpe de gestos sencillos y austeros y de negociaciones en la sombra que la han permitido brillar, por ejemplo, como el mediador que ha desbloqueado las relaciones entre Cuba y Estados Unidos.
Jorge Bergoglio ha tenido días mejores. Como aquel en el que su intervención ante el plenario del Parlamento Europeo logró cautivar a sensibilidades bien diversas, incluso hasta el propio Pablo Iglesias, que se rindió a él con enormes alabanzas en su cuenta personal de Twitter. Quizá por eso mismo, esa capacidad para conectar con las capas sociales más alejadas de lo que es la Iglesia católica tradicional son hoy las más boquiabiertas ante el pronunciamiento de Francisco en relación a los atentado de París y a la matanza del seminario Charlie Hebdo. En la era 2.0 y de las reacciones inmediatas en las redes sociales, el Papa ha pecado quizá de ingenuidad o quizá de excesiva naturalidad para tratar un tema que todavía está muy caliente encima de la mesa. Y no puede aducir que la pregunta no era previsible en el guión.
Su respuesta a los periodistas que le acompañaban en el avión que le conducía de Sri Lanka a Filipinas ha provocado enorme decepción entre quienes esperaban un posicionamiento sin fisuras del Papa con la libertad de expresión como valor irrenunciable de la convivencia en la sociedad democrática y entre quienes no han entendido, igualmente, su alusión sarcástica a lo que puede esperarse de quien ose meterse con la madre de uno o con las sensibilidades religiosas de otros.
Francisco ha dado pie, por ello, a que algunas interpretaciones le culpen de ser excesivamente comprensivo con los fanáticos que han estado detrás de la masacre. De hecho, sus palabras han tenido un rapidísimo eco en las redes sociales y en los medios de comunicación, que han devuelto al Papa, por primera vez, el amargo sabor de las hieles que acompañan a una impopularidad a la que no está acostumbrado.
Francisco dejó claro, en primer lugar, que es “aberrante” asesinar en nombre de Dios, pero aseguró de forma reiterativa que “no se puede ofender” la religión o “burlarse” de ella –algo que es previsible en una religión, la cristiana, que condena también la blasfemia–. Bergoglio se manifestó pues a favor de que esta libertad tenga “límites” y justificó –y he ahí su más sonoro error– que pueda haber respuestas violentas.
El ‘puñetazo’
“Es verdad que no se puede reaccionar violentamente, pero si Gasbarri (el Papa aludió a uno de sus colaboradores junto a él en el avión), gran amigo, dice una mala palabra de mi mamá, puede esperarse un puñetazo. ¡Es normal!”, aseguró con la misma naturalidad y campechanía que ha utilizado otras tantas veces y que, en este caso, le ha jugado una mala pasada.
“No se pude provocar –añadió–, no se puede insultar la fe de los demás. No se puede burlarse de la fe. No se puede”, insistió. Y agregó: “Tenemos la obligación de hablar abiertamente, de tener esta libertad, pero sin ofender”.
En el avión, en su viaje hacia Filipinas, el Papa respondió a ocho preguntas, una de ellas también sobre las supuestas amenazas del extremismo islámico. E incluso bromeó sobre la posibilidad de reforzar su seguridad ante la amenaza de sufrir atentados y aseguró a la prensa que tiene “una buena dosis de inconsciencia”.