La guerra en Colombia ha sido a muerte. Los conflictos armados internos se caracterizan por tocar la fibras más íntimas de una sociedad porque comprometen a ciudadanos de un mismo país a enfrentarse con las armas entre sí.
Los colombianos llevamos cincuenta años matándonos y hoy conocemos las consecuencias que ha dejado esta guerra. Cinco generaciones de víctimas, familias desmembradas, una inmensa estela de resentimientos y odios que han minado las bases de la unión nacional.
La prolongación cíclica del conflicto ha significado la búsqueda de excusas para continuarlo como si se tratara de un destino insoslayable:
Se ha matado por buscar un lugar en la política, se ha matado por creerse excluido, por pensar diferente, se ha matado por ser hijo de alguien, también por defenderse de otros, por venganza, por sospechas, se ha matado por negocio, se ha matado sin querer matar, y se ha matado queriendo matar.
Se han matado entre combatientes y entre civiles, se han matado inocentes y criminales. Se han puesto bombas terroristas, se han cometido crueles secuestros, se han violado niñas y niños, se ha desplazado a los campesinos de la tierra, se han despedazado cadáveres, y desaparecido cientos de personas. Los proyectos de vida de millones se han derrumbado por la guerra.
La barbarie de esta confrontación le ha significado a Colombia perder miles de oportunidades para construir el objetivo común de desarrollo y de progreso. Este conflicto retrogrado, y sin sentido, lleno de intereses creados y sin sustento ideológico solo se puede terminar a partir de un consenso social.
Hoy comienza un nuevo camino para huir de ese destino de violencia. El Estado que hoy en representación de una mayoría de ésta sociedad, se instala en una mesa de conversaciones para buscar a través del diálogo un acuerdo de cierre del conflicto tiene inmensas responsabilidades. Ha sido este Estado incapaz de encontrar la solución de desarticular los ejércitos irregulares que han permanecido en armas. Siempre ha ganado la fuerza ilógica de algún hecho de guerra para abandonar la mesa bajo los cálculos políticos de mantener la majestad del Estado.
Por su parte los grupos armados han manejado los hilos de la política y de la sociedad bajo el chantaje de sus armas, de su terror, de su degradación. Las guerrillas que han permanecido enmontadas por décadas han logrado organizaciones con estructuras nacionales que sobreviven en el conflicto reclutando jóvenes por todo el país rural y urbano que se enfilan a las guerrillas, algunos forzados pero la gran mayoría en busca de una mínima dosis de representación social. Después de muchas décadas han sido verdaderos ejércitos los que se han montado para combatir a las fuerzas armadas del Estado.
Mas allá de que hoy sea Juan Manuel Santos el Presidente de Colombia, y de que sea un guerrillero como “Timonchenko” el que está a la cabeza de las Farc, no son solo las dos partes las que están en la mesa, está la sociedad entera de nuevo empeñando sus ilusiones para que este esfuerzo que hoy comienza se convierta en un proceso social del cual un día pueda sentirse orgullosa de haber roto la inercia de la guerra y tener la valentía de construir la paz, de perdonar, de reconciliarse y lanzarse sin complejos a construir un futuro mejor, que es lo que se merece.