Tres mujeres con historias diferentes en un solo escenario tenebroso, complejo, peligroso y deprimente: las calles del Bronx en Bogotá.
María* está sentada en la plaza de la Iglesia del Voto Nacional, es un día caluroso de febrero y en el aire se mezcla el olor de la marihuana, el bazuco, los fluidos corporales y la carne en descomposición. Sobre su hombro derecho descansa un hombre que ha perdido toda su dentadura y a su lado izquierdo duerme un anciano al que un pequeño perro le huele la herida supurante que tiene en la pierna. El perro, al que llaman Negro, es propiedad de un hombre cincuentón, fornido, que de una bolsa gris saca grandes pedazos de carne para la venta.
Sin embargo, María* no es consciente de lo que sucede a su alrededor, está absorta y todo este mundo le es ajeno, no siente frío ni calor, no huele nada, tiene la mirada perdida en el horizonte y sus ojos negros y brillantes tienen una expresión cercana al llanto. Ella, solamente escucha a una mujer que dice ser periodista y que le pregunta sobre lo sucedido, así que en medio del trance del bazuco solo atina a responder, “esto está muy duro mami”. Sabe que no puede regresar a su hogar en el Bronx, pero no entiende bien cuál es la razón. Me cuenta que durante durante un “viaje” los “tombos” la obligaron a dejar su casa y cuando ella opuso resistencia, la golpearon brutalmente. “A esos parece que los hubiese parido una vaca y no una mujer”, sentencia mientras lleva de nuevo la pipa a su boca. Después, tan solo el silencio total.
Unas cuadras adelante me encuentro con Teresa*. Desde hace tres años no duerme tranquila; su ahijada, una fotógrafa de profesión, afirma que ha bajado de peso, que ha perdido el brillo en los ojos, que camina jorobada y que de la morena despampanante a la que fotografiaba en los primeros años de su carrera, ya no queda nada; cada vez que la ve a través del visor de su cámara la siente ajena. Sin embargo a Teresa* poco le preocupan estas afirmaciones. La zozobra por no saber dónde está su hijo la ha agotado y le ha dejado poco tiempo para preocuparse por la mujer que está al otro lado del espejo.
Hace unos días también estaba allí, frente a una de las entradas del Bronx. Un hombre moreno de facciones fuertes y voz gruesa, le pregunta qué la trae por ese lugar. Ella se siente incómoda al reconocer que su hijo, el pequeño que había nacido en la localidad de los Mártires y con el que después de mucho trabajo se había mudado al norte de la ciudad para que creciera alejado del mundo malsano en el que ella había vivido durante tantos años, había regresado inconscientemente a sus raíces de la mano de las drogas.
Hacía exactamente cinco días que el joven no llegaba a su casa en Villa del Prado y después de recorrer algunos hospitales, Medicina Legal y a la zona de tolerancia, Teresa* había decidido acudir a la “L” (como también es conocido el sector) con la esperanza de hallar a su hijo.
Ingenuamente pensó que, cuando mostrara su fotografía a los habitantes de la zona, estos le darían razón de su paradero. Sin embargo, confirmar que la ley del silencio reina en estas calles le dejó un sabor amargo en la boca, tenía permiso de ingresar en el Bronx pero nadie respondía sus preguntas.
Las maltrechas viviendas que emergen a lado y lado de la calle son tan sórdidas, que se siente como en una pesadilla de la que no puede despertar. Le parece increíble que, en la misma ciudad donde es posible comer en lujosos restaurantes, exista también un lugar donde en medio de una calle sucia, por quinientos pesos sus habitantes maten el hambre con una sopa de indescriptibles ingredientes, que proviene de una olla gigante montada sobre un improvisado fogón.
Es innegable que el miedo la invade ¿Miedo de qué? Tal vez a ser víctima de un atraco, o quizá seguramente, miedo de ver a su hijo allí, consumido en el efímero éxtasis producido por las drogas.
Se siente observada. Cientos de ojos se le clavan en el cuello como un puñal. Puñales de todos los colores y formas: azules, verdes, negros, cafés, miel, rasgados, redondos, inflamados, de vidrio… Pero tristemente ningunos son los de él, ninguna mirada le es familiar.
Las tiendas están llenas de drogadictos y a pesar de que comparten un mismo espacio físico, están absolutamente solos y distantes, como si cada uno viviese en un universo aparte. Mientras en la esquina hay un hombre inyectándose, otro fuma bazuco y le pasa la pipa al del lado, uno duerme apaciblemente en el suelo frío y húmedo y otros están sumergidos en las máquinas tragamonedas que hacen un insoportable ruido cuando se les deposita dinero. Sus palancas descendiendo bruscamente, junto con los puñetazos sobre los botones, se confunden con las groserías y los gritos en las la calles, creando una sinfonía que nadie quiere escuchar. Así debe sonar el infierno.
Dentro de los edificios la situación no es muy diferente. El olor es nauseabundo y el aire que se respira está contaminado por una letal mezcla del bazuco, marihuana y excrementos de los seres que arrastran su vida por estas tristes y peligrosas calles. Pero Teresa* no se inmuta y continúa la búsqueda. Son más fuertes su desesperación, la incertidumbre y el dolor de madre.
Finalmente exhausta, después de haber visto cientos de rostros, sale de nuevo sola, ya se ha hecho de noche y supone que cuando regrese a casa la encontrará de nuevo vacía, así que ingresa en la Iglesia del Voto Nacional, se persigna y mientras se arrodilla en la última banca irrumpe en un silencioso llanto que le desgarra el alma.
Vivian nació en Manizales pero ha pasado gran parte de su vida en las calles de Medellín. No sabe cómo llegó a Bogotá, pero de la capital solo conoce el Bronx. Está en un hogar de paso en el que se le presta atención integral a los habitantes de calle y desde que ella llegó a este lugar hace tan sólo una semana, afirma que “me han tratado muy bien, como un ser humano, no como un animal, ni como un ‘desechable”. Aquí no está expuesta a los maltratos físicos y psicológicos que durante tantos años ha tenido que sufrir y es precisamente en este lugar donde planea recuperar la vida que las drogas le arrebataron.
Esa mañana llegué al lugar cumpliendo mi labor de periodista, me senté a hablar con Pompilio*, y, mientras él toca su rústica guacharaca entonando una conocida canción, yo tareaba el coro que paradójicamente dice “como me compongo yo si vivo triste, como me compongo yo me duele el alma”.
Desde que Administración Distrital emprendió la jornada de salubridad y asistencia humanitaria en las calles del Bronx, los habitantes de calle han arribado al hogar de paso y tras de ellos, llegaron también los medios de comunicación a cubrir la noticia. A Viviana le extraña que yo venga sola y me gusten las canciones populares, así que decide ofrecerse para darme un recorrido por el lugar y mostrarme sus instalaciones.
Viviana es sonriente, jovial, sencilla y tierna, una mujer atrapada en un cuerpo de niña, un cuerpo menudo carente de curvas exuberantes. Hablar con ella es enfrentarse a grandes contradicciones, pues uno se encuentra frente a una mujer que ha enfrentado sin miedo las fieras que habitan el inframundo de las grandes ciudades, pero que no pierde la inocencia. Sus ojos negros han sido testigos de las más grandes atrocidades, pero conservan la inocencia de una pequeña ilusionada con un futuro menos cruel.
Los pocos días que ha estado en el hogar han sido suficientes para conocerse y simpatizar con todos sus compañeros, dice que todos “son muy bellos” y que una prueba tangible de ello es que hace unos días, cuando sufrió uno de sus habituales ataques epilépticos, todos se preocuparon y no vacilaron en prestarle ayuda oportuna.
Caminando por las instalaciones del lugar, nos cruzamos con Jesús, un hombre cuyas prodigiosas manos son capaces de transformar trozos de madera en verdaderas obras de arte. Allí, mientras elimina las toxinas de su cuerpo y se prepara para retomar la vida que tenía antes que esta historia de drogadicción comenzara, dedica sus días a construir automóviles antiguos a escala y algunos muebles que guarda orgulloso en su habitación.
Así mismo nos cruzamos con Jaime, más conocido como “el paisa”. Con tan solo 23 años, está en este lugar después de que el 7 de diciembre del 2011, tras una decepción amorosa, probara el bazuco de la mano de unos amigos del barrio y se internara en las calles del Bronx dejando atrás su familia, su empleo, su vida y sus sueños de ingresar a la universidad.
Mientras pinta con dedicación un escudo de Millonarios, Jaime asegura que hace 90 días no consume y que su madre llora de felicidad cuando lo ve, además afirma que su corta edad le augura un buen futuro en el que podrá advertirles a sus hijos de los riesgos de los narcóticos, pero sabe que el primer paso está en concluir este capítulo de su vida.
Yo aprovecho la confianza ganada para mostrarles las jornadas de salubridad que se están llevando a cabo paralelamente en la “L”, y puedan tener una imagen clara de lo que se ha convertido el lugar que algún día fue su hogar.
Sobre el medio día llegó la hora de la despedida, así que me dirijo con Viviana a la gran puerta blanca que da hacia la calle, en el suelo hay una línea amarilla que los habitantes del hogar no pueden cruzar, a pesar que les es posible salir en el momento que lo consideren pertinente. De un lado está la gran anfitriona de la mañana y al otro, yo, así que la abrazo y parto sin mirar atrás.
¿Puedo tomar una fotografía de las máquinas tragamonedas? Pregunté, delatando la pericia que me hace falta en el oficio de la reportería -cuidado que ella da machete- responde uno de los policías que se encuentra custodiando la entrada al lugar, ¿Puedo tomar una fotografía de las máquinas tragamonedas? Insisto subiendo un poco la voz y esperando que quien está al fondo, tras el viejo mostrador, responda. -Hágale, ¿acaso tengo opción?- Dice por fin una voz ronca, tomé la cámara y disparé mecánicamente, luego el mismo policía me dice –Yo doy latigazos por si le interesa, cuando quiera le doy unos bien buenos-, tratando de contener la ira y la repulsión que me causa este hombre, me doy la vuelta para capturar la imagen de otro de los policías; uno silencioso, inerte como una estatua, uno que tiene mucho que enseñarle a su imprudente compañero.
De nuevo en la calle, los ojos me arden por un momento, aquella tienda donde estaba era literalmente un agujero negro, mientras que afuera en las calles del Bronx, desalojadas, sin “cambuches”, con equipos dedicados a la limpieza y desinfección, el cielo resplandece y la luz se refleja sobre los charcos de agua estancada. Sin embargo, a lo lejos, la voz del policía seguía resonando: “porque no me le toma una foto a este”(señalando su entrepierna). La ira me invadió y sentí unos enormes deseos gritarle que sus comentarios sexuales, lejos de ser un piropo, constituyen un acto sumamente violento, pero pensé en mi seguridad y guardé silencio.
El lugar ya no huele a nada, ya no emite sonidos, parece una ciudad devastada por una guerra, la soledad es evidente, solo es posible ver a unas cuantas personas que se rehúsan a dejar sus hogares argumentando que son los propietarios; como fantasmas se asoman por las ventanas sin vidrios, no pronuncian palabra alguna pero cuando ven que la cámara les “apunta” huyen como si esta no disparara imágenes sino balas.
Al observar al horizonte, es imposible no sentir nostalgia por María* con quien me senté conversar en la Plaza de la Iglesia del Voto Nacional, por Teresa* que seguirá buscando a su hijo y por Viviana, quien persiste en una segunda oportunidad en el hogar de paso, pues finalmente todas han pasado frente a mi lente y, al igual que este horizonte, desolado y carente de gente, las tres mujeres plasmadas en mis imágenes parecen tristes, ausentes e incompletas.
*Nombres cambiados