Con el titulo que tiene jamás lo hubiera comprado, lo empecé a leer porque me lo regalaron. Además estábamos en diciembre, mes del año en que uno le da una prueba a cualquier regalo. No pensé que pasara de la primera pagina, pero pase por la segunda, por la tercera y por todas las siguientes, hasta terminarlo. Hoy, tres meses después me sigue dando vueltas obligándome, no a releerlo, pero si a repensarlo un día si y otro también. [Por Juan Antonio Pizarro]
El titulo, “El hombre que amaba a los perros”, no lo prepara a uno para lo que viene. Es un titulo anodino, soterrado, que esconde las armas-bombas que lleva en la mano su autor, el escritor cubano Leonardo Padura. En el libro la historia, como una construcción múltiple, se va desarrollando en varios niveles: el de León Trotsky, el de su asesino Mercader, el de la revolución rusa, el de la revolución cubana, el del escritor cubano que conoce a Mercader y hereda lo maldito de este: su historia.
La bomba estalla cuando uno, como militante que fue de la izquierda comunista de los sesenta y setenta, menos lo espera. Cuando en medio de la novela, cae en cuenta que por años militó en algo que creía vivo pero que había muerto décadas atrás. Porque la utopía comunista no cayó junto con el Muro de Berlin, la utopía cayó con la subida de Stalin al poder. Si las matemáticas no me fallan, la utopía por la que aun peleábamos cuarenta años después duró menos de 10 años. Casi tanto como duraron los mil años del Tercer Reich del vecino de Stalin.
¿Cómo se sostuvo viva la desaparecida utopía? En este punto estalla la segunda bomba: se sostuvo, primero, por la mentira y, luego, por el terror. Stalin no se inventó ni la una ni el otro como forma de gobernar y hacer política, pero si los llevó a extremos que hacen parecer a sus sucesores latinoamericanos tipo Chávez y Maduro como lo que son, unos patéticos aprendices de brujo. Lo de patéticos lo agradezco pues la vida no aguanta otro Stalin. Pero que aprendieron a mentir, convirtiendo la mentira en estilo de gobierno, y que está Maduro en camino hacia el terror, no lo dudo, no lo duden.
A nivel político ambos, mentira y terror, están ligados y la primera conduce indefectiblemente al otro. Pero se esconden bien, se camuflan bien detrás del idealismo, detrás del deber ser, detrás de las ganas de transformar una realidad que tiene otras mentiras y otros terrores. Ese disfraz me mantuvo militando por una década, hasta que el socialismo real me mostró en Berlín su cara real once años antes del desplome del Muro.
Por momentos pienso que “El hombre que amaba los perros” lo debí leer cincuenta años antes, con lo que me hubiera evitado muchos sonrojos. Pero ningún cubano de los sesenta lo hubiera podido escribir, y si lo hubiera hecho habría tenido un destino cierto: paredón o cárcel. Pero lo peor, lo más paradójico habría sido que si ese libro, que ningún cubano de los sesenta hubiera podido escribir ni publicar, hubiese caído en mis manos en esa época no lo habría comprado y si alguien me lo hubiera regalado, lo habría desechado por fabula trotskista. Y eso que Stalin ya había caído y empezaba a develarse el velo que solo caería a finales de los ochenta en la Europa Oriental de la Cortina de Hierro pero que aun se mantiene, caído por caer, en Cuba.
A veces me pregunto como hace Padura para vivir en Cuba después de escribir y publicar este libro. La única respuesta que encuentro es que ni el régimen cubano es lo que fue, ni a los escritores cubanos los maltratan como los maltrataron. Respuesta que si cierta es un fresco que me recorre el cuerpo.