En 2015, el déficit fiscal del Gobierno Nacional Central (GNC) fue de 3% del PIB y el gobierno espera que este año aumente a 3,9% del PIB. De no hacerse nada en el frente tributario, esos faltantes podrían superar fácilmente el 5% del PIB para finales de esta década, incluso en un entorno de ajustes drásticos en el gasto público, tales como los que se contemplan en los escenarios del Ministerio de Hacienda presentados en el Marco Fiscal de Mediano Plazo (MFMP) divulgado el pasado mes de junio.
Los problemas que plantea esta debilidad de las finanzas públicas se hacen particularmente complejos en un entorno de amplios desbalances externos. Si bien se espera que el déficit en cuenta corriente de la balanza de pagos se reduzca de manera sustancial en 2016 con respecto a los niveles de 2015, cuando llegó a 6,4% del PIB, en el presente año tendríamos todavía un déficit por encima de 5% del PIB.
Es en este contexto que las calificadoras de riesgo han manifestado su preocupación respecto a la vulnerabilidad de la economía colombiana. En julio, Fitch Ratings revisó la perspectiva de la calificación de nuestra deuda pública de estable a negativa, sumándose al anuncio en la misma dirección que había hecho Standard and Poor?s en enero. Moody?s por su parte, bajó la perspectiva correspondiente para el sector financiero.
Por otro lado, en la última Encuesta de Opinión Financiera de Fedesarrollo (EOF), un 42% de los analistas considera la política fiscal como el factor más relevante para la toma de decisiones a la hora de invertir, muy por encima de la política monetaria y de los factores externos.
Dado este entorno, Fedesarrollo considera que es urgente una reforma tributaria de amplio alcance que cumpla tres propósitos fundamentales: i) evitar la caída en el recaudo por el fin de los impuestos que las normas actuales contemplan como temporales, tales como el impuesto a la riqueza, que ya está en fase de desmonte, la sobretasa del CREE que llegará a 10% de los ingresos gravables de las empresas en 2018 para desaparecer el año siguiente, y el gravamen a los movimiento financieros, que la norma actual empieza a desmontar gradualmente a partir de 2018; ii) incrementar los recursos del Gobierno Nacional entre 1,5% y 2% del PIB con respecto a sus niveles actuales con el propósito de reemplazar parcialmente los ingresos perdidos por la caída en la renta petrolera, lo cual deberá ser complementado con una gran austeridad en el gasto y la inversión pública para lograr la convergencia del déficit a los niveles estructurales exigidos por la Regla Fiscal en 2020 (1,5% del PIB), la estabilización de la deuda y la sostenibilidad de las finanzas públicas en el mediano plazo, y iii) pero no menos importante, esa reforma tributaria debe cambiar la estructura del sistema para hacerlo equitativo, progresivo, competitivo y sustancialmente más simple y eficiente de lo que es actualmente.
El Gobierno Nacional ha anunciado la presentación al Congreso de una reforma tributaria en el último trimestre del presente año, una vez se complete el proceso de votación del plebiscito por la paz que tendrá lugar el 2 de octubre. Las características de esa reforma serán fundamentales para definir si Colombia logra salir este mismo año de la gran incertidumbre que han generado la caída en la renta petrolera y el deterioro en el ambiente económico de nuestros países vecinos.
Vale la pena enfatizar que la necesidad de la reforma tributaria no surge de la firma del acuerdo de paz. Se trata de una reforma indispensable con o sin acuerdo, que se origina fundamentalmente en la virtual desaparición de los ingresos petroleros con los que contó el gobierno colombiano durante el período de auge de los precios de los productos básicos entre 2003 y 2014.
Ciertamente, el acuerdo de paz hace aún más urgente invertir en el desarrollo y consolidación de las zonas aisladas del país, en la reducción de las grandes brechas sociales y productivas que tradicionalmente hemos mantenido entre las zonas urbanas y las zonas rurales y obviamente, en la reparación de las víctimas y la reincorporación de los guerrilleros a la vida civil. Esos costos, sin embargo, no son atribuibles al acuerdo de paz. Son más bien costos de la guerra que solo ahora reconocemos y en los que hemos debido incurrir hace mucho tiempo. Nuestras proyecciones no consideran aumentos de gasto asociados específicamente a esos propósitos. Lo que contemplan es mantener unos niveles de gasto e inversión públicos menores a los que tuvimos en la época del auge, pero razonablemente altos, que permitan la inversión en los propósitos prioritarios del postconflicto mediante una reasignación de recursos que minimice gastos en otros frentes menos importantes y conduzca a un gasto público más eficiente y menos propenso al desperdicio y la corrupción.