“Estamos cambiando, pero ‘a la brava’”

En Arauca, las comunidades de la etnia makaguan han sido victimizadas por lógicas que exceden el conflicto armado. Una historia de cambios abruptos y violentos.

A pesar de que Arauca ha sido un escenario histórico de la confrontación entre las guerrillas y el Estado, es desde el 2003 que la guerra azotó los territorios de La Esperanza y Caño Claro, cerca a Tame. La llegada de los paramilitares y el desarrollo de una guerra a muerte entre las Farc y el Eln desde el año 2005, provocaron más de 4 desplazamientos para estas comunidades.

El último de ellos ocurrió en el 2007. Después de ir y venir, entre iglesias y mataderos, en caseríos como Pueblo nuevo y Betoyes, los indígenas terminaron haciendo un acuerdo con sus familiares de Parreros, el más pequeño de los territorios makaguan. Éste consistía en que ellos les acogerían y les cederían territorios para vivir y cultivar por 5 años.

Darío Tulibila, de la Asociación de Cabildos y Autoridades Indígenas de Arauca, (Ascatidar) dice “ese proceso fue muy duro. No pudimos volver a cazar, tuvimos que aprender a vivir con los campesinos en territorios que les sirven a ellos. A nosotros nos gustaban los árboles, la selva, de ellos sacamos lo que necesitamos y al campesino, lo que le sirve son los potreros, para la ganadería y los cultivos”

Los indígenas, hacinados en PArreros, se acostumbraron a recibir ayudas humanitarias del Estado. Sin tener territorio para cazar o cultivar, cosa que ya habían aprendido de “los blancos”, los indígenas generaron procesos como la violencia entre las comunidades o el alcoholismo. El desespero y las crisis internas, llevaron a las comunidades a retornar a sus territorios.

Lo hicieron con la atención humanitaria del Estado y la cooperación de organismos internacionales. Se organizaron comisiones de revisión de territorios para prever el peligro de las minas antipersonales y volvieron. Hacerlo acompañados de la Fuerza Pública los habría puesto en riesgo en una región con fuerte presencia de las guerrillas, pero, ellos dicen, sentir mayor seguridad.

Los mercados y los implementos más básicos para un territorio que estuvo abandonado por tanto tiempo, no han faltado. Algunas Ong’s les han colaborado con el desarrollo de cultivos y la asesoría en su interlocución con el Estado. Sin embargo, Parreros, que había sido receptor del desplazamiento, no está recibiendo ayudas.

Luego de recibir asistencia por tanto tiempo, el hambre y las enfermedades no se han hecho esperar. Sus reclamos han sido escuchados pero, al no ser considerados “víctimas”, ya no son parte de un modelo paternalista.

“La institucionalidad no soporta que los indígenas pidan dinero. Pero, tampoco entienden que, después de lo que han sufrido, necesitan recursos para autosostenerse en un ambiente que transformó su cultura. La ayuda no solo debe pasar por entregar mercados, que es una solución temporal a un problema inmediato” dice Lorena González, de la Federación Luterana Mundial-programa Colombia, que trabaja con estas comunidades.

Tulibila cuenta que “Antes de los 50, ésta tierra era nuestra. Nos movíamos por todo el departamento, pero el gobierno decidió que los campesinos que venían desplazados por la violencia iban a ser dueños de lo que antes era nuestro”

Desde ésa época la guerra estuvo por estas tierras, pero, aun así, los indígenas conservaron buena parte de sus costumbres en el territorio que les había dejado la repartición promovida por el Frente Nacional hasta los años80, cuando llegó el petróleo.

Para los makaguan, el auge de las guerrillas y la expansión de los colonos, no había sido un proceso tan violento como la llegada de las exploraciones y explotaciones que trajo el complejo de Caño Limón. Desde Arauquita, explotó el auge de las exportaciones de crudo que, comenzando en 1986, ya superan el billón de barriles.

Los indígenas perdieron lugares sagrados y dejaron de ser nómadas. El corte de maraña les quitó territorio para “mariscar” (cazar). Con los campesinos, se relacionaron, trabajaron por alcohol o comida. Sin embargo, siempre fueron víctimas del racismo que se sustentó en rasgos físicos, religiosos e incluso, de vestido. La esperanza de las comunidades pasa por un mejor futuro que todavía no llega ni se asoma.

“Llevamos 60 años cambiando ‘a la brava’. Estamos haciendo cosas que aprendimos de los campesinos y eso no es fácil, porque no podemos ser iguales, no venimos del mismo lado. La guerra parece que no se va a acabar nunca. Quieren sacarle la sangre a nuestra tierra. Pero esto es lo que somos ahora y tenemos que aprender a hacer las cosas por nosotros mismos” dice Tulibila.