En1998, justo antes de enfrentarse a las urnas y refrendar su calidad de líder, apoyado por la mayoría de los venezolanos, el entonces candidato a la presidencia habló con el periodista Antonio Morales, quien escribió para la revista Semana el siguiente reportaje.
Los ojos de Hugo Chávez no tienen color. Percibir el tono de sus globos refundidos en la línea de sombra de los párpados, resulta tan difícil como descifrar su pensamiento, sus ideas, su lucha.
De cuando en cuando, en medio del discurso, de la retórica frente a las masas que él aborda con el ritmo y los tiempos impredecibles propios de las batallas, aparece ese gesto que arruga sus mejillas hasta apretar los ojos incoloros. Inmediatamente “el comandante” adquiere una fuerza expresiva, un rasgo violento y animal en su cara, como si fuera un jaguar que, ante la presencia de la presa, multiplica su energía vital para disponerse a dar el golpe. Y lo ha dado. Y lo da. Ese gesto de pronto no pensado y salido de las profundidades de su ambición, esa expresión espontánea e incontrolable como todos los tics, la han registrado sus enemigos políticos que, aprovechando la parte oscura de la historia del hoy candidato presidencial, han inventado uno de esos apodos largos y compuestos propios del humor descarnado de los venezolanos: “el huele muerto”.
Metido en la cuenta regresiva que lo conduce a la decisión final en las urnas, en los últimos días Hugo Chávez Frías es la imágen misma del guerrero que no tiene reposo. Rodeado por un grupo cerrado de sus asesores y amigos de infancia del oriental Estado de Barinas, militares en retiro estrenando chaquetas nuevas y de marca de las que salen pistolas y radios de comunicación, algunos militantes de la izquierda que desde que dejó de echar bala también es un partido tradicional en ese país, líderes y cuadros de su campaña recién inventados como ideólogos, la inevitable colección de lagartos, algunos líderes populares, una fauna social exaltada y recién llegada directamente de la clase media-media a la “revolución” y uno que otro escolta más bien despistado (se nota que aquello no es Colombia), día a día Chávez entra en su particular teatro de operaciones, en su show de variedades, en su “veaudeville” criollo y llanero. Semana lo encontró en uno de esos actos iguales a los de todos los políticos, esos que llaman “programáticos” pero donde la fofera consustancial al discurso tradicional se troca en una especie de volcán de ideas y de sensaciones que acompaña a Chávez por donde va, al lado de un hálito de reposada clandestinidad.
El día anterior el “comandante” se había dado el lujo de mandar a última hora una carta a las directivas del diario El Universal -algo así como El Tiempo por su capacidad de manejar la opinión y de convocar a las fuerzas más afectas al régimen- en la cual se disculpaba por no asistir a un foro con los gremios, la prensa extranjera y los opinadores de los medios venezolanos. ¿Prepotencia o precaución? En las encuestas con seis o siete puntos por encima de Enrique Salas Romer (inclusive en las más amañadas porque si en Colombia a veces las encuestas eligen, en Venezuela, como en el caso de Salas, las compran para que su universo sea solamente entre gentes de los estratos cuatro a seis) no era creíble que Chávez desperdiciara la oportunidad de soltar su carreta izquierdosa para redondear la gran afrenta que su existencia política le implica a la burguesía del vecino país. La grosería bien podría ser interpretada como una expresión más de Chávez en ese empecinamiento de desconocer ciertos “cauces democráticos”, como el hecho de ser enfrentado en debate, libremente por sus oponentes. Pero entre las huestes de Chávez el agua iba al molino por el lado paranoico. No había asistido porque supuestamente habían detectado una encerrona para meterlo entre los palos, más cuando el moderador del foro era el periodista Roberto Giusti, un reconocido colega que en la prensa o la televisión, le ha dado palo del bueno al coronel. Todo ello no era sino otra muestra más de la polarización de la campaña electoral ( tanto como que las dos principales fuerzas se llaman Polo Patriótico y Polo Democrático) y de la creciente aprensión del chavismo, que de tanta satanización por parte de la prensa bipartidista ha llegado al punto de temer por la vida del candidato. Lo cierto es que Chávez no sólo no apareció sino que en su carta dejó claro que en materia de medios la campaña no ha sido neutral. Y no lo ha sido: en los seis días que Semana estuvo en Venezuela, el candidato más opcionado no salió una sola vez en televisión y el registro de su campaña se limitó a pequeñas notas en las páginas interiores de los diarios. Quizás Chávez sabía que su protagonismo en el foro, iba a ser desplazado por un enfoque totalmente manipulado de sus tesis.
Con ese antecedente, el “comandante” se presentó al día siguiente al hotel Caracas Hilton, territorio tradicional de la burguesía, abrevadero alcohólico de las reuniones de adecos y copeyanos tratando de unirse en la recta final para parar a Chávez (la famosa guanábana, verde copeyana por fuera y blanca adeca por dentro) lugar demasiado “chic” para los chavistas entrados en carnes, para todo ese personal insurgente y emergente que ha hecho del combo del coronel una especie de tinglado barroco-criollo, abigarrado, cursi, híbrido camaleón de exaltada beligerancia y poco creíble moderación. Desde su entrada al empingorotado hotel transitados sus corredores por recuas de turistas japoneses, era claro para este cronista que se habían acabado los días a la espera de que los mandos medios del chavismo consiguieran una cita con el líder. Ya no estaban los coroneles de civil, ni los abogados de Barinas que se decían “panas” del “comandante”, obstaculizando el trabajo y enredando citas para evitar que tocáramos, que oliéramos a su jefe. Con Chávez ahí enfrente, la cosa era a otro precio.
El hombre se bajó de un auto blindado (una camioneta atrás y dos escoltas nada más) y de una entabló la más animada y fresca conversación con los dos periodistas que estábamos advertidos de su llegada. Le dije: “Coronel, usted no quería ser militar sino beisbolista, y se metió a la Escuela de Cadetes para hacer parte de la novena camuflada…. “Claro hombre -me contestó. A mi me llamaban el zurdo”. “Lo mismo que ahora” -le dije. Usted fildea y agarra con la derecha y lanza con la izquierda”. “Pero no te olvides de la batería, del bateo. Yo en estas elecciones sino saco la pelota de jonrón, por lo menos la aplasto contra la cerca -me ripostó. “Pero los guanábanos aseguran que lo suyo es puro foul ball” -agregué. Y Chávez de una me mamó gallo. “Con foul o lo que quiera a mi en esta no me ponchan. Yo soy el que los tengo entre la rubia y la morena y no te olvides que también fui primera base, de tal modo que si batean mi pueblo fildea, captura y lanza a primera donde yo les hago el out”. “Y si le sacan en estos días un bateador emergente, lo que ellos han llamado el “outsider”? -le pregunté. Y Chávez como buen mamador de gallo me dijo: ”Ni con esas. A estas alturas, en la segunda del noveno y yo ganando, por más que me batién duro y compren al “ampayer” les saco los tres outs.” Chávez se había comportado como el mejor “para cortos”.
Me le acerqué hasta poner mi pelvis contra la suya con el irrefrenable deseo de saber si tenía un arma encaletada. Por un lado…por el otro. El comandante estaba limpio. Mientras tanto su mirada buscaba hábilmente algún niño para alzar, alguna anciana para acariciar, algún conocido para palmotear. Entró a un gran salón del hotel, se subió al estrado y cuando vio que los dirigentes programáticos de su campaña le iban a entregar el plan definitivo de lo que hará si llega al poder su revolución democrática, se bajó de la tarima y recibió los documentos rodeado de decenas de personas. Poco le importaba el contenido de los trabajos. A cada persona le dedicaba una sonrisa y alguna palabreja chévere. Estaba cerca de sus tropas como buen oficial, departiendo con la soldadesca que más tarde lo admiraría en pleno discurso cuando él, Chavez Frías de quien los taxistas de Caracas dicen que no las tiene frías sino calientes, cambiaría de actitud, de tono y volvería al mando con esa distancia propia del oficial que pasa revista a la formación.
Y empezaría el acto, con su dialéctica tropical, suma de “sketches” y efectos especiales, todo para un gran actor, en este caso el antagonista por antonomasia, en la zaga de las tan famosas telenovelas venezolanas. Viéndolo ahí repartiendo felicidad y bacanería, se veía como de Leonela, como de Cristal, como de Esmeralda, al punto que uno se daba cuenta que en materia de melodrama, al lado de Hugo, la célebre Delia Fiallo era una “patinchada”. Chávez no habla. Encanta. En ese oportunidad el “comandante” echó mano del recurso de la tensión dramática, construido sobre tres pilares: los planteamientos serios, la anécdota y el humor, en una mezcla perfecta de estímulos y sensaciones que hicieron levantar de su puesto a la concurrencia para delirar con la performance del caudillo.
Todo había empezado, como en toda su campaña, con un silla discretamente vacía a su lado, en la cual y según él, siempre ha de estar Bolívar, como testigo y garante de su accionar político y como fantasmal compañía de sus sueños entre los cuales el más importante es precisamente el bolivariano, ese que anhela la unidad latinoamericana y la lucha antimperialista. Bueno, con Bolívar ahí de cuerpo ausente, Chávez inició su charla en un tono suave, lleno de anécdotas sobre su abuelita, sus compañeros de armas y su propia vida. De repente, de una manera dócil identificó en el auditorio a varios conocidos, y como si se trata de una más de sus conversaciones de barrio, entabló diálogos intranscendentes, que una vez más lo ponían en contacto con la realidad, con esa realidad constituida por el pensamiento y los actos de la gente del común. Aventurarse a decir que Chávez es un populista, resulta tonto. Ahí, cuando se baja de la tarima, cuando se unta de dolor y de miseria o de “gaitas” navideñas del folclor venezolano, o cuando discute sobre economía, aparece el Chávez ganador, el líder, el intérprete de una época, de una cultura mestiza y de un modo de ser. En su habilidad en el trato diario con la gente y en la fortaleza de sus ideas y de su formación intelectual, porque la tiene y lo demás son pataleos de ahogados de sus opositores, se reconoce a un Chávez simplemente popular y compañero, en el sentido más estricto de esa palabra para quienes conocen la jerga de la izquierda latinoamericana.
Una vez hipnotizado el auditorio, Chávez mandó el “varillazo” de carácter religioso. Para empezar a hablar de las elecciones recordó que el 6 de diciembre “del año del señor” iban a ganar. Ya se le notaba que algo había aprendido de esos pastores evangélicos que salpican sus predicaciones de cristiano populismo, con citas de la Biblia y aleluyas. Por momentos, más parecía estar en el púlpito frente a la fanaticada mística, que ante un auditorio racionalista y reflexivo, como ha hecho aparecer a sus cuadros dirigentes entre los cuales se esconde uno que otro intelectual de los años sesenta y algunos economistas afectos, como él, a la Tercera Vía del británico Tony Blair. Invocando al Dios de la resurrección, hablaba del renacimiento, de una nueva Venezuela libre de corrupción, de miseria y de bipartidismo. Pero ya entrado en los gastos de su discurso sensibilizador y viendo al auditorio demasiado concentrado y quizás ya falto de más cosas por decir, Chávez logró, acto seguido, uno de sus grandes efectos especiales. Cambiando el tono de voz, regresó nuevamente a lo coloquial, con dos o tres chistes llenos de humor negro hacia sus adversarios. Ahí logró sumar al encanto de su interpretación ideológica de la Venezuela de hoy, al sabor del “bacán”, del amigo divertido que además es el jefe y representa el destino colectivo. Y nadie se daba cuenta del sutil malabarismo del “comandante”, porque todo era como un marasmo de alegría y de optimismo en el cual Chávez le metía a su gente, dentro del contexto serio de sus palabras, los estímulos subliminales de su arte oratorio, ese arte que él maneja sin exaltarse demasiado y ejerciendo la justa medida, mientras en las mínimas pausas que le dejaba su propio fragor, en lugar de tomar agua, como hacen los que saben de eso, se empachaba de café oscuro, estimulado por los frutos de la tierra de la cual él dice ser un pedazo que anda, cuando habla y habla y echa para afuera una argamasa fluida de recuerdos, ideas y delirios que aunque descocados, resultan ciertos y convincentes.
Y después de las risotadas, de la grandilocuencia propia de los políticos y demás aves de rapiña del poder, de la manera más abrupta (se lo debió aprender a Fidel Castro, uno de sus maestros, que se pone serio después de la más estruendosa carcajada) Chávez nuevamente se instaló en el análisis de la coyuntura preelectoral, contó las horas que le faltan para coronar, mezcló todas las ideas pero nunca dejó de ser coherente, siguió hablando mientras lo aplaudían porque se cree a si mismo y cree de él todo lo que sus aduladores dicen, giró hacia la fe con un venenosos y amoroso “perdónalos señor porque no saben lo que hacen” cual comandante Jesús de Nazaret, para regresar a la anécdota, a la crítica irónica de sus enemigos y a nuevas risotadas hasta terminar dentro de la mayor seriedad coreando con centenares de personas, todas como él imbuidas de nacionalismo, el “gloria al bravo pueblo” con que empieza el himno de Venezuela, y luego gritar a voz en cuello que el cuarto poder no es la prensa sino la moral, dentro de la cual seguramente cabe todo, porque así lo decía el comandante Bolívar Palacios.
Todo, todo pasa por su discurso. Niños, indios, madres lactantes, petroleros, guerrilleros colombianos. Pasa también el realismo mágico de una patria tan colorida que él es capaz de ponerle nombres propios al ser venezolano, mientras dispara ráfagas de estadísticas, balances y demás información propia de quien debe empaparse de todo y a toda. Surgen las frases fe cajón, las mixturas tomadas de ideas de aquí y de allá: “Prohibido fallar” grita Chávez mezclando Mayo del 68 con los imperativos de lo militar. “Píérdanle de una vez el miedo a esa palabra revolución” dice casi en voz baja para lograr el efecto de que su aparente silencio sea respondido por una atronadora aplaudidera de su gente. Pasa por su discurso incluso la mirada que desde la tribuna deja caer sobre los ojos de la gente durante varios segundos y que va repartiendo, uno diría que de uno en uno, a todos los asistentes, en esa vocación de mantener relaciones personales con los particulares y todo para él ser el general. Medrando entre la gente, apareciendo y resurgiendo al vaivén de sus palabras, en la galopada de sus gestos de brazos lanzados en círculo, según él mas allá del capitalismo y del socialismo.
Militar, político, pastor, amigo, golpista, demócrata, marxista, gorila, racionalista, todo eso y mucho más es Chávez, el hombre de las muchas personalidades, la medusa, la hidra mala para los poderosos, el hombre que cuando habla de Bolívar ( y lo ha puesto de moda) se “arrecha”, sensación que en Venezuela equivale al emberracarse nuestro en el sentido de ponerse bravo y dispuesto para el combate. Chávez el loco desaforado que llama a su esposa “mi adorable loca” como Don Simón le decía a Manuelita Sáenz. Chávez al que Carlos Andrés Pérez, su enemigo acérrimo como que el coronel trató de tumbarlo y CAP se le escapó en sus narices dentro de una limusina que huía del palacio de Miraflores, le ha dicho que poco le importa el auge de su candidatura porque en política también “llueve y escampa”.
Hugo, el temido demonio totalitarista, cuando en realidad lo que ha hecho es meterse a una democracia en la que ciertamente no cree pero tampoco pretende destruir. El mesiánico, el que anda encarretado con construir poder popular como lo hizo Fidel con los Comités de la Defensa de la Revolución, que hacen que en cada cuadra el prójimo se vigile a si mismo, el golpista del 92, el preso durante dos años, el reivindicado. Chávez el que desmomificó al anciano dictador Pérez Jiménez y lo puso de su lado para horror de la Venezuela que construyó la democracia restringida posterior a la dictadura, el coronel vernáculo, el que sabe que la política la inventó el diablo pero el es más diablo que los políticos tradicionales. El “comandante” de quien sus enemigos dicen que le han contado 16 formas diferentes de discurso y uno sólo verdadero que es el que pronuncia en Barinas donde si lo conocen. El hombre que quiere ser tan fuerte como Torrijos o los militares de izquierda en el Perú, porque para nada es un moderado, al que no le trabajan la imagen porque él es la imagen espontánea y a la vez curtida, el caballero bien vestido al que debajo de su fino traje como que se le asoma el camuflado, mientras se deja ir entre los vericuetos de su fuerza, de su ética mesiánica, a punta de conocer el castellano y acomodárselo a sus semejantes, revolviendo todo y al final a todo dándole sentido, quedándole a uno la imagen de un líder que ahí, en la tribuna, aparece como un atractivo imán sudado por el calor del trópico y por lo que de epopéyico y épico vive en él.
Hugo Rafael, que cree que la paz es la verdad pero no le teme a la guerra, el del liderazgo intuitivo, al que nunca le han podido comprobar el menor asomo de corrupción, el de las certezas de si mismo y de su destino, ese hombre de 44 años a quien pareciera no importarle lo que hace y lo que dice sino lo que es, el recipiente de la incondicionalidad de millones de venezolanos, el de “trabajo y trabajo” a lo bolivariano en el púlpito o en la tribuna, el papá paternalista de quienes guardan la esperanza en una Venezuela no excluyente y que ya no huela más a gomela loción “CK One”, sino al sudor de los caballos de Barinas y de Apure y de quienes los van a montar de nuevo en una especie de campaña libertadora con todo y humanismo y Enciclopedia, todo revuelto por Internet. Hugo Rafael a quien algunos curas han mostrado ante la feligresía como el “satanás venezolano”, el que habla con los amigos y los amigos son todos los que se le atraviesan, el que se burla de “frijolito” el caballo que usa su oponente Salas Romer para tratar de que lo vean como un ser real, de carne y hueso, como una posibilidad cierta. Pero si se trata de carne y hueso, de eso está hecho Hugo Chávez, un hombre que ha sido permeado por todo lo que constituye la historia y el presente de Venezuela, para proponer un proceso de cambio, a veces extremo, que le gusta a las capas bajas, que indigna a los neoliberales y que tiene divididas a las Fuerzas Armadas entre chavistas y guanábanos. Chávez el militar con su visión geográfica y geopolítica del futuro de su país que a veces cuando quiere ser profundo recurre a los lugares comunes, a las citas de autores y los préstamos ideológicos (por lo menos no cita a Fukuyama) para decir que para Venezuela él es el hombre y que el hombre, más que Dios, es el alfa y el omega.
Pero para la mitad de los potenciales electores venezolanos ese “huele muerto” es el comandante de una vieja lucha de treinta años que ya llega al final del camino para confrontar del bipartidismo, durante 40 años de alternación en el poder y que si no pasa nada, volará en muchos pedazos el próximo 6 de diciembre cuando Chávez, hasta donde es posible hacer predicciones, ganará las elecciones e iniciará el camino de las reformas que sin ambages y aun hoy impregnado de todo la fortaleza de sus ideas de izquierda, le ha puesto el siempre atractivo y romántico nombre de “revolución”, amparado en ese liderazgo que practica como si todavía jugara béisbol y calentara el brazo para el lanzamiento definitivo, en el último out de la última entrada.
Revolución que según sus cálculos empieza con su triunfo el próximo domingo, sigue el 15 de febrero cuando seguramente disuelva el Congreso y llame a los venezolanos para que elijan una Asamblea Nacional Constituyente. Revolución que quien sabe cuanto va a durar porque no pocos venezolanos, inclusive sus amigos y seguidores, creen que en esa nueva Carta se permitiría la reelección. ¿Diez años de Chávez en Venezuela? ¿Llegó el comandante y mandó a parar, como en el ya viejo son castrista? ¿Democracia con nuevo modelo económico original, socializante y humanista o totalitarismo de viejo cuño? Si algo se le nota a Chávez es precisamente su vital originalidad conceptual. En medio de sus borbollones mentales y su lucidez histórica, eso sólo lo sabe el coronel paracaidista y comandante de tanques que ha multiplicado su gorra roja y la de sus hermanos de armas por toda Venezuela. En todo caso lo suyo va en serio, en un país donde suena la pólvora y todavía nadie se asusta.