Emprendedor, viajero, excelente padre, abuelo y amigo. Granada, 10 de noviembre de 2014
En el revuelo cultural de los 60 destacaba en Chapinero la galería de los hippies. Y en ella, las risas de los habituales, escuchando las inigualables anécdotas de su dueño. Ya fueran de alguno de sus incontables viajes (“he visto todas las piedras que hay que ver, incluso algunas que ni hace falta”), o de sus muchos emprendimientos (“menos de enterrador, he hecho de todo”).
Y es que él era uno de los grandes pequeños empresarios que reconstruyeron España y alimentaron la esperanza de su querida Colombia. Siempre con alguna nueva idea en la cabeza, hacía que su inagotable esfuerzo pareciera más bien un pasatiempo. En la moda, la construcción, la joyería, los seguros o como intrépido vendedor de Gogomobil, no había trabajo modesto o empresa demasiado exótica, siempre que fuera divertida. Y siempre que fuera honesta y siempre le permitiera estar con su familia (“mejor viajar todos juntos en turista que solo con un guardaespaldas en primera”). Porque él pertenecía a esa casta extraña y en extinción que conocía el valor de las cosas, y entendía que había un límite a lo que se podía gastar y atesorar.
Amigo de pintores, meseros, príncipes, bohemios, abogados, porteros y cualquiera persona de bien que se cruzase en su camino, siempre repartió buenas palabras para todos, y nunca cosechó una mala de nadie (“todo el mundo tiene algo de bueno”).Hombre a prueba de alfabeto, tenía claro el fondo y amaba las formas. En Granada, Madrid o Bogotá se le podía ver pasear elegante, con sus chaquetas y pañuelos, mariposas coloridas revoloteando en su solapa, enseñando orgulloso fotos de sus nietas, de las que era su héroe (“pues claro”).
Pero si algo lo retrata es su pasión por el bridge (“mi único vicio”), donde prefería enseñar y compartir con amigos y desconocidos a ganar torneos, como el del country que fue su último. Y que ganó junto a su incansable pareja: Estela, su mujer (“aunque suene cursi, ella es el amor de mi vida”), que le estuvo cuidando y guiando hasta que un cáncer fulminante se lo llevó. Pero se fue como él quería: rodeado del cariño de todo el mundo, soñando con sus nietas, y de la mano de sus dos hijos, a los que les prohibió estar tristes (“abrid una botella de champagne de ese que os gusta tanto y celebrad que he vivido la mejor vida posible”). Y es que Jose Carlos era alegre (“¡si es que nací en un día de carnaval!”) y seguro que, donde quiera que esté, todo el mundo estaráriendo una eternidad.