A partir de 1970, cuando la ANAPO obtuvo el 37% de los votos, se dieron las condiciones, por las características de la situación presentada el 19 de abril y por las tendencias políticas que empezaron a perfilarse, para que la izquierda se agrupara y se presentara como tal en elecciones presidenciales.
Los candidatos que confrontaron a liberales y conservadores a nombre de la UNO, del FUP, de la UP (en medio del exterminio) o de Firmes nunca sobrepasaron el 5%. En 1990, el M-19, que se arrogó la vocería “antiestablecimiento”, con Antonio Navarro -en medio del homicidio de cuatro candidatos- llegó al 12,4%, porcentaje vinculado al proceso de paz entonces en boga y al “revolcón” aperturista en ciernes en el cual participó Navarro.
Impulsadas por las resistencias al neoliberalismo, las corrientes políticas alternativas empezaron a escalar al despuntar el siglo XXI. Lucho Garzón en el 2002 se acercó al 7% y más tarde, ayudado por el Partido Liberal, se convirtió en alcalde de Bogotá. La reelección de Uribe y la inconformidad creciente, que convocaba a la más abigarrada unidad, el desgaste de la “combinación de todas las formas de lucha” y la aparición de una figura singular, como la de Carlos Gaviria, llevaron al PDA a un histórico 22%. “Construyamos democracia, no más desigualdad” retumbó por Colombia entera y se acercó, como nunca antes, al grueso de la población allende los círculos tradicionales izquierdistas.
En 2010, con Gustavo Petro, quien derrotó por estrecho margen a Carlos Gaviria en una consulta interna, el Polo Democrático Alternativo, todavía factor principal de aglutinación, obtuvo más del 9% de los votos. Más tarde, fruto de las contradicciones surgidas en torno al proyecto estratégico mismo y a la táctica entre la ratificación de una agenda propia como partido de oposición o la búsqueda de acuerdos con Santos, catalogado entonces como “demócrata” de derecha, y por los disparates ocurridos en Bogotá, el Polo vio amenazada su vigencia política. No obstante, y contra muchos pronósticos, el pasado 9 de marzo logró permanecer con 5 senadores y 3 representantes a la Cámara.
En estas circunstancias, la izquierda democrática enfrenta, con la enseña de Clara López, las elecciones presidenciales de 2014, quien, según sondeos recientes, tiene entre 9% y 11% de las preferencias. Los hechos políticos y las crudas realidades cada vez más marcadas de un país en descomposición, por causa de la recolonización a la que está siendo sometido, indican que esta fuerza política puede jugar un desempeño relevante por encima del de actor de reparto.
¿Cuáles son dichas realidades? No sólo la indignante desigualdad, de las más altas del planeta, sino además las de un país machacado por 20 años de “aperturas”, como diáspora de propietarios de todas las capas urbanas y rurales, muchos de ellos lanzados al rebusque en Colombia y hasta en el exterior, que sienten cada vez más el agua al cuello. Están naufragando las soluciones individuales ingeniadas en dos décadas para paliar la desocupación y las crisis ocasionadas por la aplicación del Consenso de Washington, agravadas por una inexorable quiebra del agro y la inminente bancarrota de decenas de ramas industriales. Y para mayores apremios del establecimiento, el asistencialismo oficial y el clientelismo están perdiendo el efecto anestésico.
Si se añade el padecimiento de millones de habitantes llenos de necesidades, empezando por la del derecho a la salud, no es gratuito afirmar que pocas ocasiones como ésta sirven para ratificar, si de eso se trata, la tesis de las “causas objetivas”, aliñada con incontables movilizaciones sociales que no cesan.
Cadenas productivas enteras están en riesgo de desaparecer. Más allá del cierre de reconocidas plantas de ensamble y de llantas, las empresas de autopartes no sólo están afectadas por las importaciones crecientes de automóviles sino también por las masivas de repuestos y de accesorios pactadas en los paquetes de los distintos TLC. Esta rama no es ajena a una constante en la estructura industrial nacional cuyas empresas en más del 80%, están registradas como de propiedad individual (Rebolledo y otros, 2012). Para solo hablar de las que producen equipo original para distintas marcas, que son 112 firmas con más de 20 mil empleos directos.
Es conocido el declive de la industria textil y de confecciones, otrora insignia manufacturera de algunos departamentos. Solamente en la localidad de Puente Aranda, en Bogotá, existen 323 fábricas de las cuales el 87% son micro y pequeñas (CIDER, 2010), un buen reflejo del conjunto nacional que amenaza ruina. Entre 2005 y 2012, para las autopartes y las confecciones, la tasa de ganancia cayó en -12% y -10%, respectivamente (Suárez, 2013). En el último año, la producción de confecciones cayó -4,3%; la de textiles descendió -8,3% y la de equipo de transporte en -7,4%. Un desastre casi sin precedentes. (Dane, 2014).
Y nada más preocupante que la caída del sector del cuero, la marroquinería y el calzado, soporte económico de regiones enteras y de grandes zonas urbanas. Solamente en la elaboración de los insumos y en su transformación en los diferentes artículos hay 13 mil unidades manufactureras, de las cuales el 98% también de tamaño pequeño y micro. Genera más de 200 mil empleos y el 60% está ubicado en Bogotá y Santanderes. La producción cayó en 2013 en -5,7% (Dane, 2014) y, mientras las exportaciones de calzado bajaron -44% entre 2007 y 2012, las importaciones, sin contar el contrabando, subieron 180% en el mismo lapso (Suárez, 2013). Y así sucesivamente, se podría seguir con decenas de sectores productivos en barrena como el metalmecánico y la siderurgia, que emplean 75 mil personas, gravemente afectado por las importaciones de varias clases de productos que en un 80% pueden elaborarse localmente. Tales compras externas crecieron 434% entre 2002 y 2011, casi el doble de la producción y el triple de las exportaciones (PTP, 2013).
La izquierda tiene mucho qué decir a tan importantes conglomerados humanos y productivos y a quienes dependen de ellos; plantearles soluciones con propuestas concretas, más allá de enunciados generales, para arroparlos; explicarles que, más allá de la terminación del conflicto, la vigencia de muchas de las cláusulas de los TLC impedirá aliviarlos. No cometerá “sacrilegio” alguno incluyendo, tanto al empresariado en ardua situación como a una clase media en vía de proletarización, dentro de los “indignados” que pueden conformar una nueva mayoría.
Y con más veras en el campo. Aparte del compromiso ineludible de la reparación a las víctimas y a la restitución de al menos 350 mil predios arrancados a sus dueños y poseedores por toda suerte de actores violentos, hay mucho más por hacer. La estructura más reciente de la propiedad rural (IGAC-CEDE, 2012) muestra que el 37,75% de los 2’567.942 propiedades rurales tiene menos de una hectárea; que el 42,2% tiene entre 1 y 10 y el 16% entre 10 y 50. Es decir que el 95% de las unidades agrícolas es de menos de 50 hectáreas y una alta porción de ellas, sino todas, están incluidas en las 5’315.705 hectáreas dedicadas a la producción agrícola, empezando por los 400 mil cafeteros con plantaciones inferiores a 5 hectáreas.
Añadir a esto 90 mil productores de papa; 15 mil de arroz, que en un 60% siembran en tierras arrendadas; 50 mil que dos veces al año cultivan fríjol; 250 mil ganaderos, la mitad del total, con menos de 10 reses destinadas a carne y leche; 15 mil que cosechan cebolla; 115 mil que labran el maíz, tanto blanco como amarillo, dos veces al año; 33 mil cacaoteros; y cerca de cien mil unidades productoras de panela y azúcar, además de algunos sobrevivientes en algodón, sorgo, soya y trigo; de frutas y hortalizas y de porcicultores con cerca de un millón de animales. Todos están en peligro de extinción.
La izquierda, más urgentemente que nunca, ha de emitir sin ambages un mensaje de apoyo y un programa de solución a la rentabilidad negativa del agro, a su supervivencia puesta en entredicho y a la pena de muerte decretada por la Alianza Pacífico; liderar un proyecto coherente para recuperar la alimentación básica de Colombia, con normas que garanticen el suministro barato de insumos y de crédito y, ante todo, para evitar una contrarreforma agraria en gestación, consistente en la pérdida de los predios por la vía del embargo, los remates o el desplazamiento por razones económicas. Lo que está en juego es la vida rural nacional, que el gobierno pretende reemplazar por la inversión extranjera en los proyectos a gran escala o por la publicitada “asociatividad” entre mula y jinete para el lucro de intermediarios, según ya sucede en la palma y el tabaco.
A la lectura anterior deben agregarse los hechos políticos. Un gobierno al que no quieren reelegir más del 65% de los colombianos, entre otras razones porque la mayoría creen que la nación va por mal camino; un gobierno que sólo se esfuerza por hacer del país un edén para el gran capital, doméstico y extranjero, que hace de los negocios de las multinacionales su leitmotiv, empezando por mineras y financieras; un gobierno cuyos anuncios “democráticos” no pasan de ser un señuelo y que ha hecho del engaño su forma primera de gobierno. Los demás candidatos, unos más que otros, son prosélitos aventajados de la política económica de Confianza Inversionista, esa forma superior del neoliberalismo que perjudica a 9 de cada 10 habitantes.
De antemano anuncio mi voto por Clara López. Quisiera que fuéramos mucho más del 10%, y para ello la izquierda democrática está impelida a superar formulaciones generales, apersonarse de estas nuevas realidades y expresar con solvencia que un final del conflicto, firmado por Santos “en el contexto de la globalización”, será insuficiente para amplios sectores de la sociedad y poco traerá para suprimir el viacrucis muy doloroso que padece cerca del 90% de los colombianos. Todo está servido para que la izquierda supere sus limitaciones históricas y se enrute por el camino cierto de la recuperación de la soberanía y la democracia.