El taxi de Rafa, un monteriano de salsa y vallenato en la sangre, ya nos tenía a dos kilómetros de Puerto Escondido, Córdoba y el mar no se veía por ninguna parte. “Por eso es que se llama así, Puerto Escondido, porque no lo ves sino hasta que estás ahí encima, compai”… Este lugar nació como un palenque, como un refugio de esclavos huidos por entre el monte y el mar, del yugo de quienes los compraron como mercancía. “Era perfecto: cuando venían los amos a buscar a los que huían, no distinguían mayor cosa y se devolvían sin saber que ahí atrás estaban.”
Segundos más tarde, tras pasar una colina, el mar se dejó ver, por entre las puertas abiertas de las casas de los porteños, que tratan de rebajar los 36ºC de las 3 de la tarde, con un taburete recostado en la fachada, un ventilador a toda marcha, a la sombra del alar o de un palo de mango.
Ni bien pusimos un pie en el suelo hirviendo y ya venían de frente los primeros integrantes de los grupos que iban a tocar esa tarde. El paso de sus abarcas llevaba el ritmo de las palmas que sonarían más tarde en el Festival y el colorido rabioso de sus trajes se confundía con el color de las paredes del pueblo.
-¿Una foto?
-“Sí, pero ejpera me arreglo bien” respondían sonrientes por igual muchachas y muchachos.
El bullerengue es la raíz viva de la herencia africana de los negros cimarrones que poblaron primero estas costas. Cantos aprendidos en su selva natal, fueron pasando de madres a hijas, compuestos al ritmo del pilón de arroz o del desgrane de la mazorca, casi siempre improvisados, hechos para acompañar el baile de tamboras y de palmas, en un encuentro alegre y erótico, en una especie de celebración absoluta de la vida.
Tan es así que en su manera más raizal, solo las mujeres “paridas”, curtidas por la vida, pueden cantarlo, pues se necesita mucha fuerza para soltar ese lamento rudo que llega a ser la voz de la cantadora. Sin embargo, los conceptos (¿post?) modernos de género, identidad y cuidado infantil se han incorporado muy orondos al bullerengue, convirtiéndolo de hoy en más en conciencia étnica y hasta en formadora de ciudadanos.
La licenciada Xiomara Marrugo, hija de la cantadora Emilia Galvis, por ejemplo, se ha inventado la escuela Magemtekele, en la que por su cuenta y con la ayuda de los padres de pelaos desde los 3 años, los inicia en el gusto del bullerengue y el porro, mientras les agrega cátedra de civismo y ecología. Su semillero ya ha dado frutos con grupos que se hacen casi siempre con el premio del Festival que ya completa 28 ediciones.
Lentamente, y a pesar del sofoco del que nos quejamos propios y extraños, la plaza se va llenando con los integrantes de los grupos y los no pocos turistas, muchos de ellos extranjeros, que hemos copado la capacidad hotelera del lugar, que incluye, por supuesto, la casa de muchos habitantes.
Un sonido agudo, como un llamado, como una queja, como una invitación a bailar, rompe el barullo, mientras las palmas y el baile se apoderan del escenario y de los que presenciamos hipnotizados el espectáculo. Una especie de posesión, que se percibe fácil en los ojos cerrados de los tamboreros va contagiando a toda la plaza.
Vendedores de raspado, jugo de patilla, chicharrón de costilla, patacones con queso, butifarras, todos una maravilla en la boca, llenan el aire. Las cervezas se beben sin que el sudor que sale a litros permita una sola borrachera. Una niña de brazos llora por el calor y la tía recomienda “empelótala”. Santo remedio.
Las cantadoras se arreglan unas a otras la falda o se aplican un arcoíris en los ojos y cuando ya están por salir se echan la cruz y juntan las manos para que la cosa salga como Dios quiera. Y así sale cada vez, como los dioses africanos que llevan en la sangre. Bullerengues de Turbo, Apartadó, Caucasia, Santa Fé de Antioquia, Barranquilla, Cartagena, Chigorodó, Cienaga de Oro, y los locales, de Puerto Escondido van subiendo el tono de la alegría.
El alto parlante anuncia con cierto afán que “si alguien ha encontrado en una cachucha una cámara junto a dos celulares, haga el favor devolverlos en la tarima”. Pobres esperanzados, pienso yo.
En un respiro que da el sol nos volamos a una de las playas, la que se forma de la junta del río Canalete y el mar. Agua caliente y salada remontando el río mientras la fría trata de bajar dulce al mar. Uno perros que juegan con un par de muchachos volantones, un par de amantes tratando de encontrar su ritmo en un recodo, la hija del hombre que lo llama celosa, cangrejos que se esconden en la arena, una gaviota que regala una foto inesperada. Y uno se la piensa: “pucha, tanta belleza y el gobierno y la guerrilla empeñados en hacernos matar…”
“Yo no entiendo esa bulla” dice el mototaxista que nos devuelve a la plaza. “Lo mío es el vallenato, pero hay que reconocer que el bullerengue es Puerto Escondido. No se puede nombrar el pueblo sin pensar en eso.”
Ya la noche llegó y la sección delante de la tarima que era exclusividad para que los cámaras de video y foto reporten el festival ha sido llenado por los niños de los grupos que están tan llenos del tambor y de las palmas, como algunos de los adultos de ron, pero, cosa curiosa, no se reporta ni un solo incidente de violencia.
El altavoz agradece esa paz y agradece también a los que devolvieron la cámara y los celulares que se habían quedado en una tienda olvidados. Hay esperanza.
Y añade que saluda a los hermanos mexicanos a quienes les consiguieron finalmente hospedaje en una hamaca en unas cabañas a orilla del mar. “Le pido al cielo que venga pronto la paz” remata el locutor. “Es posible, podemos vivir en paz.”
Le muestro a una muchacha que bailaba incansable junto a su exhausto parejo de ocasión la foto que les tomé y emocionada me planta un beso. Le señalo a mi mujer para que se modere un poco y también le planta su beso y nos hace prometer que iremos a almorzar a su casa pero que le enviemos las fotos. ¿algún lector ha recibido tanta alegría por tomarle una foto a alguien?
Rematamos la noche buscando probar cada manjar que ofrecen los puestos de comida en la calle. Unos niños juegan al secuestrado con réplicas plásticas de pistolas, amenazando con disparos en la cabeza y llevando al que pierde con los brazos atrás, para rematarlo.
La guerra como un juego de niños, la guerra que ven cada día en las pantallas de televisión, bien como entretención, bien como noticia. La guerra que han visto en sus calles, en sus campos. La que les han contado, la que hayan vivido.
“Haremos la paz a las buenas o las malas” había dicho hace unos días Juan Manuel, cmo si la paz a las malas no fuera la guerra misma.
“Este pueblo ya se ha calmado mucho” dice el que nos vende esa simple delicia llamada patacón con queso costeño, con su mirada hacia otra parte. No ahondará en los detalles y nos cuenta que él también fue bullerenguero. Allá, en el bullerengue, conoció a su mujer y sus hijos ahora hacen parte del grupo de la profe Xiomara.
Puerto Escondido es un poco una metáfora de este fin del conflicto que no llega. Puede estar ahí, a unos metros, pasando esa colina, y no la vemos. Podemos ser esos tambores y esas palmas que devuelven celulares y nos empeñamos en apostarle a la muerte, esa con la que hasta nuestros niños juegan.
Esta Colombia puede ser esa playa, donde se junten unos y otros, como ese río y ese mar, para que jueguen los perros y los amantes se encuentren. Para que el anaranjado en el cielo sea del sol y no de las explosiones, para que sea el paso de una sandalia en el suelo quién inspire la música, y no el ras tas tás de las ametralladoras.
Para ponernos la mamadera de gallo de una fiesta y decirle a un turista desprevenido cuando escuche asustado los estruendos lo mismo que decía la camiseta de unas muchachas en la plaza: “keep it calm. It’s bullerengue.”