“Mientras quede una huella del paso de Tico sobre la tierra, no habrá olvido”: Juan Gossaín. Confidencial Colombia hace un homenaje a su trabajo y recoge los recuerdos de sus mejores amigos.
Aunque nos suene lo contrario, McCausland es un apellido que se ha sembrado en la costa barranquillera desde hace varias generaciones desde que algún navegante europeo se instaló encantado por el Caribe y del que se perpetuaron varias descendencias de Ernestos, los galanes, los negociantes, los alcaldes hasta llegar al McCausland colombianisimo que tiene al país entristecido.
De todas las noticias que uno quisiera reportar, la que menos agrado produjo esta semana fue la de la partida de Ernesto McCausland Sojo. La noticia no es un golpe solamente para sus familiares y amigos que a punta de sus cariños ya le llamaban “Tico” para enternecer su imagen alta y mirada curiosa. En verdad lo es para toda una nación que fue regalada con su imaginación y narrativa. Su magia cronista (que es un don muy escaso) se dio por el poder humano para conectarse con las historias más sencillas hasta crear todo un universo alrededor de ellas.
En el interior del país aun no entendemos cómo atrapados entre pequeñas maravillas de cultura y folclor, los caribeños nos han regalado un sinnúmero de definiciones de un país extraordinario en sus historias, conjugado por sus circunstancias, sus personajes, las miserias, las pequeñas glorias y los sucesos de la comunidad. Eso hacía McCausland, dejar de ver las cosas como simples cosas y abrir con su talento las puertas de otras realidades.
Todos necesitamos un poco de ficción para hacer la vida más llevadera, y McCausland unió su deseo por contar historias con la rigurosidad periodística que aprendió como profesión en EEUU. El resultado de esta suerte más su ingenio fue el nacimiento de un estilo muy suyo, que se veía también muy alimentado por García Márquez y Álvaro Cepeda. “Me inventé esta mentira para poder decir verdades”, expresó en un discurso que leyeron sus hijas con motivo de la entrega del Premio Simón Bolívar a Toda una Vida, un premio en parte injusto porque a Ernesto le hizo falta vida para escribir más verdades, y es que la crónica más allá del registro, es una suerte de verdad tan justamente decorada, que la delgada línea que nos ayuda a creer o no creer se pierde de repente y nos ubica en otra realidad mucho más profunda.
La juventud de Tico estuvo cultivada por la literatura, la música popular, el cine, del cual se enamoró siendo un constate visitante del Cineclub del Teatro ABC, desde donde caminaba entusiasmado con sus amigos hasta llegar a las puertas de su casa parental en el concentrado barrio de casas republicanas donde transcurrió sus mejores años de infancia y adolescencia. Desde ese entonces, la cinematografía se clavó curiosa en los procesos creativos de McCausland que años más tarde se concretaron en proyectos serios, “El último Carnaval” (1998) producto de la fantasía que le despertaba el Carnaval de Barranquilla, “Siniestro” (2000) y “Champeta Paradise” (2002).
Su crecimiento periodístico transcurrió a través de sus saltos dedicados por los diferentes medios de comunicación que le dieron un universo más amplio para contar historias. “Si en el cielo hay medios de comunicación y no digo periódico, Tico debe estar feliz; era hombre de radio, de televisión, de periódico, de cine (…)”, expresó su amigo el periodista y escritor Juan Gossaín del que McCausland desde antes de sus inicios en el oficio, vio influenciada su pluma y su deseo por jugar con las palabras.
“La prensa fue de último porque era el medio que manejaba de la manera más fantástica, porque las crónicas de McCausland son algo que, absolutamente, nadie podrá olvidar”, comentó otro de sus colegas y amigos, Jorge Cura.
Los más cercanos al cronista caribeño, resaltan sus cualidades como investigador y viajero. Realmente no importaba el lugar, pues él disfrutaba encontrando historias ocultas en cualquier nuevo paisaje. Gossaín recordó que se sumergía en su tierra y sus raíces, “No le quedaba región donde no estuviera en el Caribe colombiano, uno se encontraba a Ernesto en un pueblo, en una ciudad, en el mercado de Barranquilla, a la orilla de un río por allá en el Cesar, en Magdalena, a los tres días en la plaza de mercado de Sincelejo; el Caribe era su ámbito y lo descubrió a través de la crónica, descubrió que el periodismo es la gente, de eso se trata”.
En El Heraldo, donde Ernesto McCausland formó una carrera y trabajó hasta el final como Editor General dejó tantas historias sobre los corazones y las mentes de sus colegas, que será imposible el olvido de su compañía. Anita González, su asistente, recuerda que tenía una capacidad y un talento para sacar historias de cualquier lado, desde cuando el joven McCausland aprendía y compartía oficio con Olguita Emiliani, “Ernest, asimilaba muchas cosas de ella y por eso siempre fue muy riguroso con los periodistas, él era exigente y perfeccionista pero nunca dejo de creer en ellos y los motivaba hasta que sacaban lo mejor”.
En alguna oportunidad, el cineasta Heriberto Fiorillo y McCausland rodaron una película que se llamó “La miseria humana” que narraba la historia de un leproso de la costa de barranquilla. “El guión inicialmente era de él, pero luego yo le metí mano y trabajando logramos transmitirla por Mundo Costeño que era un programa de televisión donde él trabajaba” recordó Fiorillo, su amigo y a veces contradictor por las pasiones que les despertaba a los dos el cine y que luego remataban con parrandones, “las mejores parrandas que nos pegamos fue con Joe Arroyo, con Diomedes Díaz; era fanático de los porros vallenatos y en general de la música nuestra popular”.
A McCausland en los carnavales de barranquilla siempre lo reconocían de inmediato, aunque vistiera su máscara de Monocuco. “Era un Monocuco con gafas y además era el Monocuco más alto, ese era Tico en el Carnaval” dicen sus amigos conmovidos por el recuerdo de ese gigante lleno de alegría entre comparsas y guachernas.
Su epitafio, unas palabras que el mismo redactó antes de partir, dan fe del amor que lo acompañó desde octubre del 2000, cuando entre unos pocos buenos amigos se casó con Ana Milena Londoño y con la que tuvo a Marcela y Natalia. Esas letras fueron enviadas por deseo de Ernesto al corazón de su querido Heraldo para que allí fuera aprobada por la correctora de estilo y que rezan lo siguiente: “Tantas luchas, tantas batallas y al final solo queda el amor”.