En la capital cubana el comportamiento de la gente es relajado, casi pausado. Quizá sus habitantes lo hagan de forma inconsciente en un intento por negar el paso de un tiempo que aunque lento, avanza inexorable.
Enfocada al turista hasta el punto de concederle una divisa propia (el Peso Cubano Convertible o C.U.C.), se intuye en los cuidados recibidos –más cosméticos que profundos- en las zonas más enfocadas a ello, hasta qué punto la ciudad de La Habana está volcada totalmente en satisfacer al “Yuma”, que es como coloquialmente se conoce al turista en general y, originalmente, al estadounidense en particular.
No hay más que alejarse caminando del circuito turístico más utilizado para constatar cómo, paso a paso, los años se agolpan en las fachadas de una ciudad que libra tercamente su lucha contra el deterioro.
Partiendo desde la conocida Plaza Vieja por la calle de San Ignacio, se puede comprobar, poniendo rumbo al Sur hacia el Centro Cultural “Antiguos Almacenes de Depósito San José”.
Es fácil apreciar la rápida degeneración en los inmuebles, la conversión de los negocios hacia bolsillos mucho menos profundos, y en general, la derrota anunciada ante la falta de recursos de esta batalla que se libra, desde hace varias décadas, por conservar lo que se tiene, en la pobreza y ante la ausencia de medios y reemplazos.
RUINAS HABITADAS.
Y es en este punto cuando a uno le invade un extraño remordimiento –uno de esos “guilty pleasure” tan en boga-: al descubrir tanta belleza en este escenario, precisamente porque contiene esas grietas y desconchones, por sus coches antiguos casi desvencijados que, pese al uso constante, parecen abandonados en la calle.
Ese placer tan decadentemente europeo que encontramos en estas ruinas habitadas, no porque no fueran bellas antes –que lo eran-, sino porque su estado actual le confiere un encanto que nos hemos acostumbrado a emparejar a La Habana, hasta el punto que en nuestro ideario lo hemos hecho formar parte de su ADN.
El nuevo adoquinado (nuevo hasta el punto de que una parte del mismo aún se estaba instalando), las tersas paredes de colores pastel, las terracitas abarrotadas de turistas junto a los negocios de hostelería… hacen que en la “Plaza Vieja” por un segundo nos olvidemos de esta realidad.
Lo mismo ocurre si subimos por la calle de San Ignacio, rumbo al norte desde la Plaza Vieja hasta la “Plaza de la Catedral”, para descansar los pies por un rato mientras tomamos unos mojitos a escasos metros de la famosa “Bodeguita del Medio”, bar y restaurante donde los bohemios, los artistas, y principalmente los turistas, amenizan sus visitas a la isla desde los años cincuenta.
O quizás alejándonos un poco hasta el “Floridita”, al inicio de la calle Obispo y a pocos pasos del capitolio, aún en la Habana Vieja, donde el daiquiri sustituye al mojito bajo la atenta supervisión de la estatua de Hemingway.
DELICIAS GASTRONÓMICAS.
También podemos hacernos los despistados cuando en cualquier restaurante te ofrecen “Langosta en mariposa o a la grilla”, una jugosa cola de langosta a la plancha con mantequilla, por poco más de doce dólares.
Pero la sensación siempre está ahí, perdurando incómoda, susurrando otra realidad. Lo notas cuando el acompañamiento del plato principal son unos plátanos rebanados fritos (también conocidos como “maduros”) y arroz moro (con frijol negro).
Lo sientes cuando intuyes que esos humildes y supuestos secundarios platillos, están mejor preparados por el simple hecho de que han sido cocinados muchas más veces por el cocinero, la mayoría para él y sus allegados.
Quizá sea menos exótica, pero una buena “Ropa Vieja” (carne mechada en salsa) al estilo cubano es una delicia y, desde luego, un platillo mucho más típico que la langosta.
Retomando los rumbos por la calle de San Ignacio, llegamos a las puertas de esa antigua nave de puerto, ahora convertida en contenedor de artesanías, que es el depósito de San José.
Allí se pueden encontrar todo tipo de recuerdos: desde las matrículas de coche que con su código de colores diferencian la naturaleza del transporte; a esculturas de madera talladas a mano; o gorras de “Los Industriales” (el equipo local de baseball, el deporte estrella en Cuba) y vestidos típicos.
Pero el punto fuerte y principal reclamo es claramente la pintura, entre la que destaca cuantitativamente por goleada la colorida estampa del “Almendrón” a los pies del cartel de “La Bodeguita del Medio”.
CARROS DE OTRAS ÉPOCAS.
“Almendrones” es como se conoce a los llamativos autos clásicos que circulan por la Habana: son Cadillacs, Chevrolets, Oldsmobiles, Buicks… la lista es extensa, casi más que los años con los que cuenta la mayoría de estas piezas de coleccionista de los años cincuenta, que ruedan con atemporal normalidad por las calles de la ciudad.
Cuidados con mimo por sus dueños y empleados casi exclusivamente con el uso de taxi, estos coches conservan poco más que la carrocería de los modelos originales.
Piezas de reemplazo de todas las edades y procedencias (aunque destacan las rusas) se integran ya en estos llamativos modelos para intentar seguir arañándoles años de vida útil.
Preguntarle al conductor por su carro y los arreglos vertidos en él, es un buen método para amenizar el recorrido y, de paso, ganarse la complicidad del dueño, algo que nunca viene mal a la hora de negociar el costo del viaje.
Desplazarse en uno de estos elegantes modelos a lo largo del malecón, con sus exóticos colores metalizados o mate de tonos pastel, es algo tan interesante como típico y habitual.
No en vano existe un gran número de ellos en circulación por la Habana, hasta el punto de que incluso sin pretenderlo, más de uno se colará en las fotografías del viaje.
Con un poco de atención, entre las estampas y pinturas más típicas del antiguo depósito de San José, también es posible encontrar obras de pintura más delicadas y exclusivas – “¡De galería!” –, jurarán los vendedores que apoyan a un autor, nunca presente, en una más que probable argucia para esquivar o acotar el regateo.
Enfocada en el turismo y sostenida casi principalmente por él, defendiéndolo hasta el punto de garantizar niveles de seguridad en la calle que no creeríamos posible ni siquiera en las grandes urbes del primer mundo, la ciudad y los habitantes de La Habana siguen librando una guerra por mantener su identidad y su patrimonio frente al paso de los años y las diversas circunstancias que detuvieron el reloj hace varias décadas.
Quién sabe si esta guerra es contra el reloj, o a favor de él, intentando que el tiempo se termine de congelar o a que deje de detenerse.
Y quién sabe lo que pasará el día que eso ocurra. En el transcurso de esta reflexión tan común para los que han visitado La Habana, la vida allí prosigue inaccesible al desaliento, pícara y sonriente, pero sobre todo mucho más consciente de sus entresijos y consecuencias de lo que “Yuma” nunca alcanzará a comprender.
Por Miguel García.
Efe/ Reportajes.