Yolanda Payán no sabía que la andaban buscando. Se evaporó al ver su foto entre los más peligrosos de España. Antes de ese día, la policía colombiana podía haber ido a su casa, en el sur de Cali, a detenerla. Allí no tenía escapatoria.
Vivía con sus tres hijos varones, de 19, 18 y 16 años, su hija Michel, de 22, y su nieta de dos años. Los dos menores acudían a un colegio que queda a la vuelta. La vivienda sencilla, de dos alturas, situada en el barrio Departamental, de clase media, está situada en una calle residencial, corta y tranquila.
“No entiendo este alboroto tan grande. Como si mi mamá fuera un capo”, le dice a esta periodista Michel en tono sereno, a la puerta de la casa familiar, con su niña pequeña de la mano. “Dicen que ella es mala, que roba, todas noticias feas que han afectado demasiado a mi familia. Ella es una mujer servicial, amable, trabaja vendiendo ropa, aretes, pulseras. Lleva una vida normal, no somos delincuentes ni tenemos una banda”.
Es una chica esbelta, de ojos y pelo negros. No quiere fotos. “Mi familia está destruida, es muy triste no tenerla, vernos solos”, afirma. “Mi mamá no ha estado en España, no sé quién inventó todo ese cuento. Es buena, aunque nos señalan como si tuviéramos la mamá más mala del mundo”.
A Yolanda Payán la condenaron a dieciocho años de prisión el 23 de diciembre del 2009, por herir de un disparo a un policía. Le rebajaron la pena a la mitad tras aceptar “homicidio en grado de tentativa y porte ilegal de armas”.
No tiene ninguna otra acusación en Colombia, aunque la policía sospecha que se dedica con una banda al “fleteo” -atracar a las personas que acaban de sacar una fuerte suma de dinero del banco.
“Si fuera cierto, tendríamos plata”, rechaza Michel. “Yo terminé el bachillerato y quiero estudiar Odontología pero no he podido porque no tengo cómo pagar el semestre de millón y medio de pesos”.
Homicidio
Yolanda Payán nació en Bucaramanga el 27 de junio de 1963. Creció y siempre vivió en Cali, salvo entre 1998 y el 2003, que residió en Estados Unidos. Un año antes, en 1987, fue detenida por estafa y sentenciada a veinte meses; al ser una condena menor, no pisó la cárcel.
En junio del 98, en un hospital de Queens, Nueva York, nació el último de sus seis hijos. Los dos primeros, detenidos por hurto y posesión de armas, son frutos de uniones fugaces con dos señores. Los cuatro siguientes los tuvo con un mismo hombre que la abandonó.
“No sé en qué andan mis hermanos mayores. No tenemos mucho contacto y no los visito en la cárcel”, indica Michel. Piter Robert sigue preso y Hugo Giavanny recobró recientemente la libertad.
En el 2003, de nuevo en Cali, Yolanda Payán convivió con sus tres hermanas y los hijos de todas, en una casa de planta única, con patio y tres dormitorios, en el barrio Primitivo Crespo, de clase media. Después dejó a sus hermanas allí y se mudó al barrio Departamental con su prole.
Su existencia dio un vuelco el sábado 19 de septiembre del 2009.
A las 7.30 de la mañana, fue a visitar a sus hermanas. “Mis hijos mayores, Peter Robert y Giovanni, estaban tomando con unos amigos”, declaró en su día ante la fiscal Ángela Lucía Londoño, con fama de dura. Yolanda tenía encima cinco aguardientes cuando uno de los chicos peleó con un policía.
“Salí corriendo y me metí entre ellos dos”, con la intención de separarlos. “El policía me pegó en la cara y me la reventó. Yo tenía mucha ira y yo me enceguecí al verme reventada, y en ese momento le disparé al policía que me pegó”. Lo hizo con el revólver de uno de los amigos de sus hijos. “Me asusté, tiré el arma y salí corriendo”.
Se metió en la casa contigua. Parecía enloquecida, no sabía qué hacer. A los pocos minutos irrumpió la policía y la encontraron arrodillada, echa un mar de lágrimas, rezando, con moratones y sangre en la boca. “Ante todo, le pido mucho perdón a Dios y al Policía”, dijo Yolanda.
El relato de los mismos hechos, que hizo a este diario el subintendente Germán Renza, que fue quien resultó herido, es algo distinto.
Él y su compañero vieron cinco chicos, unos sentados en un Mazda Allegro negro y otros en el andén. Tomaban y escuchaban música. Eran las nueve de la mañana y aunque Día del Amor y la Amistad, al suboficial le pareció temprano para celebrar.
Pidió la documentación y en cuanto empezó a revisarla, apareció, hecha una fiera, una cincuentona de estatura mediana, gruesa, pelo y ojos negros. Le empujó con fuerza y le increpó. El agente la apartó con un brazo. Notó que estaba ebria.
“Ustedes, policías, se la tienen montada a mis hijos”, gritó fuera de sí la mujer. Sacó un arma y disparó. Un tiro atravesó el costado izquierdo del subintendente. Su compañero resultó ileso.
“Me hicieron dos cirugías, pasé un tiempo en coma y solo volví a ver a la señora semanas más tarde, en una audiencia”, recuerda Renza Rico, condecorado diecisiete veces.
“Cuando me recuperaba en mi casa, ella se consiguió mi número personal y me llamó para pedirme disculpas. Me decía: colabóreme, no me perjudique, tengo niños pequeños en mi custodia. Ayúdeme. Pretendía que yo retirara la denuncia. Nunca más me volvió a marcar ni la vi. Solo supe que estuvo cuatro o cinco meses en la cárcel”.
El 30 de marzo del 2010, la abogada de Payán logró que permutaran el penal por prisión domiciliaria. Alegó que se dedicaba a vender ropa y tenía cuatro menores que dependían “económica, sociológica y afectivamente de ella”.
El juez le dio la razón y la Fiscal Londoño no apeló. “Era la primera vez que aceptaba una domiciliaria por un delito como ese. Pero demostró arraigo suficiente”, dice Londoño. La declaración favorable de tres empresas que por años vendieron ropa al por mayor a Payán, le beneficiaron.
“Es cliente hace más de cuatro años. Es una señora honesta, cumplida de sus deberes y buena paga”, señaló entonces Katherine Cadena, gerente de Negro Sport. Esta periodista fue a las direcciones de las empresas y ya no estaban, pero sí la dueña de los locales. Confirmó que fueron sus inquilinos y se mudaron.
“Nunca imaginé que fuera a huir y mucho menos que se tratara de alguien tan peligroso como dicen”, comenta la fiscal.
Fuga
El 7 de marzo del 2011, funcionarios del Inpec acudieron a su domicilio y no hallaron a Payán.
En julio, vendió la casa de Primitivo Crespo para cancelar la hipoteca y otras deudas. La adquirió una señora que pagó en efectivo 63 millones de pesos. Payán pretendió recomprarla meses más tarde, pero la propietaria no quiso.
En septiembre, las autoridades migratorias reportaron su salida a Panamá por mar y luego su partida a España. Le pregunto a Michel por qué huyó su madre. “Ella nunca se fugó, se fue a Neiva porque mi abuelo se murió. Mi mamá no viajó a ningún país”.
Si cruzó el Atlántico, regresó pronto puesto que en el 2012 regentó el restaurante “Las delicias”, de estilo rústico, en el Primitivo Crespo, que abre de jueves a domingos.
Entrevisté a vecinos de los dos barrios citados, que pidieron omitir sus nombres. Mientras unos señalan que es una vecina como otra cualquiera, que vivió en Italia y Estados Unidos, otros aseguran que era una pesadilla por las juergas tremendas que armaba y al igual que la policía, la creen metida en actividades ilegales.
Cuando la capturen o se entregue, confían en conocer si disparó por un arrebato o es un peligro social.