Columna Opinión. Los opositores al acuerdo hacen una oposición para que no haya paz. Por ideología o por intereses multidimensionales, no quieren ni les interesa ni les conviene que termine la guerra. Se hicieron ricos a sangre y fuego, radicalizaron en la guerra su discurso de extrema derecha, y cuando fueron gobierno se cometieron atrocidades inimaginables puesto que el 71% de las víctimas se generaron en los doce años de Pastrana y de Uribe.
Para acabar con 25.000 guerrilleros no había que arrasar con la vida en los campos y poblar con millones de desplazados las ciudades. Esa es la razón por la cual ciertos temas se han vuelto para ellos una obsesión – apelando al profundo rechazo de la sociedad a las FARC -, mediante engaños y manipulaciones convertidas en mentiras y calumnias que reparten con descaro a diestra y siniestra.
Colombia debe aprender a decir las cosas como son, a llamarlas por su nombre, a interiorizar que la guerra cuesta tres veces más que la paz y lo que ello implica para la construcción de una sociedad moderna, justa y sin corrupción. Pero también comprender que la guerra son costos sin retorno social, económico y ambiental, y que la paz son inversiones para la vida, el desarrollo y la equidad.
La paz traerá por primera vez un proyecto de desarrollo para la sociedad rural.
La paz hará que gradualmente retorne el ahorro de nacionales y atraiga el ahorro de extranjeros. Esos recursos no llegarán el 3 de octubre, llegarán poco a poco en la medida que el estado defina unas políticas de largo plazo para el desarrollo productivo, la ciencia, tecnología, innovación, educación y la cultura. La transformación de la economía con base en conocimiento, creatividad, innovación y emprendimiento, generará en el posconflicto oportunidades ciertas, sostenidas y de calidad para abatir la informalidad y la ilegalidad.
Pero también la inversión llegará cuando los acuerdos de paz en el tema rural y de cultivos ilícitos empiecen a ser realidad, y se acabe en 2017 la última página de la guerra general cuando se firme la paz con el ELN, cuya negociación se centrará en el tema minero energético que nos mostrará otra espantosa realidad, peor que la de la ruralidad agropecuaria.
La paz hará que las regiones avancen de una descentralización precaria que la guerra y la corrupción se llevaron por delante, hacia una autonomía y reordenamiento territorial para un país con diversidad cultural y brechas inmensas y crecientes entre departamentos y al interior de estos, que no pueden ser superadas por una ley general como si todos los territorios fueran iguales.
La descentralización es un freno a la paz, se ahogó en la guerra y la alimentó porque se volvió funcional a ella, pues terminó anulando todo proceso de desarrollo propio de las regiones. La autonomía regional es creación de desarrollo y generación y distribución de recursos. La descentralización es manejo de una chequera ajena que reparte dineros de la nación. La autonomía de las regiones es transformación. La descentralización crecimiento medio y mitigación sin fin de la pobreza. La descentralización alimenta la vieja idea de los polos de desarrollo, la autonomía regional crea ciudades y regiones sostenibles de la innovación y la creatividad.
La guerra se alimentó en un neoliberalismo precario que anuló al estado y sus potenciales para hacer de la economía una estructura productiva moderna, innovadora, equitativa y sostenible, en alianza con las empresas. El mercado se tomó el estado y lo convirtió en un ente sometido, lento, poco imaginativo y nada emprendedor. Esa condición hizo también de los agentes del mercado unos capturadores de rentas y de incentivos perniciosos sin contraprestación alguna, de ahí su indiferencia con una política industrial de nuevo tipo para una economía global del conocimiento y la innovación.
La paz hará que la reforma tributaria sea más justa con los ingresos de la nación, puesto que los capitales individuales tendrán que pagar más impuestos por sus dividendos, y castigar menos a las empresas, a la clase media y a los pobres.
La paz conducirá a Colombia a un posconflicto donde será necesaria una asamblea constituyente porque la constitución del 91 fue hecha para lograr la paz, pero terminó desbordada por la guerra, el narcotráfico, la corrupción, el clientelismo, la mala justicia, la decadencia de los partidos políticos, y el cortoplacismo.
La guerra se alimentó de una economía con tantas fallas del mercado y del estado, como tantos frentes de guerra ha tenido el país en estos 25 años, que derivó en un crecimiento medio, desigual, desequilibrado, extractivo, corrupto, informal, ilegal, poco competitivo y nada productivo.
Votaré SÍ al acuerdo final porque la paz es un libro, la guerra una bala. La guerra es un fusil, la paz un profesor. La guerra es un cañón, la paz un hospital. La guerra es una mina, la paz una vía. La guerra es silencio, la paz un concierto.
Al final, las generaciones que nacimos en los años de la violencia entre conservadores y liberales, y crecimos al comienzo de la guerra insurgente, entregaremos una Colombia en paz, y daremos a las nuevas generaciones el relevo para que ellos desarrollen y vivan en una nueva tierra. Esta columna es para ellos, para la generación de mi nieto Juan José y para los que están naciendo en estos días, como Emilia.