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La religión que empobrece nuestra riqueza cultural


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Mientras el Papa Francisco promueve un discurso que resucita el fundamento del humanismo cristiano, que va más allá de la liberalidad y los dogmas, Europa se mantiene secularizado y ateo y el mundo árabe sigue desdibujando el pacifismo del profeta y se enfrenta en crueles guerras sagradas, inyectadas de política e intereses particulares, en Colombia se acentúa un neo-moralismo argumentado en interpretaciones obsoletas de la renovada y teológicamente resuelta metáfora bíblica.

Doctrinas de pastores revendedores y mercantilistas que en la primera sesión de su cruel “llamado divino” (muy parecido al vudú haitiano en forma, no en contenido) imponen como hierro ardiente la mano con fuerza impetuosa sobre la frente del “inocente desesperanzado”. Lo tiran al suelo y en un acto de histeria colectiva (hábil manejo de psiquis) suscitada entre el público crédulo, morboso y necio, motivado por el sensacionalismo supersticioso que tanto condenan.

El descarriado en cuestión es exorcizado de sus demonios de fabulas por tener el deseo despierto de beberse la vida a boca de jarro y sin vergüenza. Arrepentido de sus faltas se congrega en una “nueva vida”, con las emociones castradas, sustentadas en un libro que aparte de haber sido compilado en más de 5 siglos de diferencia, fue adaptado a las necesidades de sometimiento e intereses particulares de la iglesia de ese entonces levantada sobre el Cristo sepultado y continuamente negado.

La irrupción de estos astutos diezmeros, que me recuerdan a la encomienda colonial, es un verdadero y preocupante atentado contra las tradiciones socioculturales de nuestros pueblos, que con dedicación, respeto y diligencia, promulga, salvaguarda y protege el Ministerio de Cultura, fundaciones artísticas y entes mixtos creados con similares propósitos.

La epidemia religiosa crece de manera descontrolada e irrespetuosa, centenares de indígenas wayuu abandonan el yonna, decenas de familias en la Palmira Sucre dejan de encender los faroles la noche del 7 y 8 de diciembre, vecinos con vena y tradición musical en San Pelayo guardan su clarinete, artesanos y actores culturales del carnaval de Santo Tomas reprimen su talento y desechan sus máscaras acusadas de diabólicas, millares de pastusos condenan el sofisticado y artístico carnaval de negros y blancos, campesinos llaneros desprecian las cuadrillas de San Martin…

No hay derecho a tanta infamia generada por grupos religiosos que teniendo la libertad de celebrar y profesar su culto, acusen de idolatras a quienes encarnan nuestras tradiciones, mientras que ellos mismos se convierten en ídolos con un agravante mayor: todos sus actos son premeditados, preconcebidos y amañados con el firme propósito de someter y manipular, lejos de liberar y generar reflexiones que permitan alcanzar estados de conciencia crítica y constructiva en la sociedad. Las manifestaciones costumbristas se expresan a través de la colectividad asociada con la tierra, la cosecha, la libertad, la fauna y la flora entre otros.

¿Existe diferencia entre dos personas que recitan de memoria, uno el ruido ausente de música que promueven las emisoras radiales, el otro las páginas del apocalipsis usado astuta y recurrentemente por evangélicos y Testigos de Jehová?

En recorridos por pequeños pueblos y veredas del país, me encuentro con rostros carentes de sonrisas, sometidos, cargados de miedos, tarareando ridículos vallenatos, en los que alaban ese anticristo que tanto anuncian. Un monstruo con más retazos que Frankenstein, que prohíbe, juzga, excluye, señala, expulsa y como si fuera poco, cobra y clasifica, ubicando a los abnegados crédulos en estatus de jerarquía e importancia de acuerdo con sus aportes, quienes en muchos casos se privan de necesidades básicas para poder cumplir con la cuota que les garantiza el perdón de sus culpas y el pasaporte para un más allá incierto, privándose de la única conocida hasta ahora.

La música es uno de los tópicos que más atacan, y no es el reggaetón el género representativo que me inquieta. Cumbias, joropos, mapales, guabinas, porros son parte del repertorio prohibido. Se entrometen en el núcleo familiar uniformando rostros, descalificando vocaciones, segregando preferencias, gustos y talentos.

Es una realidad alarmante que el maltrato intrafamiliar, la agresión de género y el machismo arraigado, responden a la omisión de derechos y deberes. Una conducta sangrienta y común, inculcada desde la infancia por hombres y mujeres. Sin embargo, su solución no se logra imponiendo como camisa de fuerza un credo medieval, cuando la educación estructurada, consecuente y contextualizada muestra resultados sostenibles, participativos y progresistas en donde precisamente los valores culturales se convierten en fortalezas comunitarias que además de afincar la identidad, mejoran la economía familiar.

Me estremece e inquieta la pérdida de celebraciones patrimoniales en una nación que puede alardear ante el mundo su multiculturalidad, amenazada por un fanatismo descontrolado (y sin políticas de freno) que más allá de generar bienestar, armonía y paz, crezca a pasos agigantados, disociando, o más bien, desbaratando con los pies, lo que en siglos las manos de la tierra, del aire, del agua y del fuego han sabido esculpir.

Vivimos tiempos de una espiritualidad respetuosa de credos que se convidan al encuentro en la común unidad que nos hace semejantes. En donde la familia se define a partir del núcleo de afecto y no de la consanguineidad y los ritos representan la historia contada a través de las expresiones sublimes que encuentran la divinidad en la existencia misma.

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