Los hechos son tanto más confusos cuanto más alejado de Bogotá esté el lugar donde suceden. La asonada que destruyó el puesto de policía del corregimiento El Mango, el 23 de junio pasado, descubre las inconsistencias que regulan la vida cotidiana en las zonas de conflicto.
Como siempre ocurre, los hechos son tanto más confusos cuanto más alejado de Bogotá esté el lugar donde suceden. La asonada que destruyó el puesto de policía del corregimiento El Mango, en Argelia Cauca el 23 de junio pasado, descubre las inconsistencias que regulan la vida cotidiana en las zonas de conflicto.L
Nadie pone en duda, ni siquiera los argelinos, que esta es una región con fuerte presencia de las Farc. Que desde el final del cese al fuego la amenaza de ataques creció. Que en la mente de los campesinos que habitan en el casco urbano de este pequeño corregimiento aun retumba el traqueteo de la toma que en julio de 2013 dejó como saldo 2 de sus vecinos muertos y 22 casas averiadas.
No se discute la necesidad de que exista protección militar para la población civil; lo que los mangueños (mangueros, manguenses) reclaman es la reubicación del puesto de policía que, de manera improvisada, se instaló en sus calles tras una trinchera de bultos de arena que amaga proteger la vida de 4 policías que, apertrechados y solos, tendrían que resistir un ataque, fiero y despiadado como siempre, de las Farc.
Por eso, los pobladores de El Mango se alzaron. O sacan a esos policías y los reubican, o los echamos. Y los echaron. Metieron buldozer, tumbaron los bultos de arena, quemaron la casa, y escoltaron a los policías hasta la cabecera municipal, para proteger las vidas de ellos y las suyas propias ante un inminente peligro.
En las pocas declaraciones a la prensa que se han escuchado de parte de los pobladores de esta ardiente región del sur del Cauca, se entienden estas razones como causa de la furia. Pero la Defensoría del Pueblo encuentra paradójico que mientras la población pide más pie de fuerza, ahuyente a los policías que, supuestamente, los protegen. Y el general Palomino habla de instigación de la guerrilla a la población para expulsar a sus hombres.
Lo que se lee entre líneas en este suceso es que en la guerra, como en la vida, hay reglas que es necesario cumplir, y una de ellas es no dar papaya. Sostener un puesto de policía sin refuerzos militares, en mitad del corregimiento, es poner a los uniformados como carne de cañón, al casco urbano como objeto de destrucción y a la población civil como blanco móvil.
Por supuesto, no es de alabar que la gente cometa acciones como esta para determinar, por su propia mano, cómo contener la acción violenta de las Farc. Pero ellos parecieran tener más claro el décimo tercer mandamiento que opera en la vida como en la guerra, no dar papaya. Con el riesgo de que la confusión de los hechos a la distancia me haga cometer imprecisiones, puedo asegurar que antes del buldozer y la candela hubo solicitudes, peticiones y argumentos para que salieran de la mitad del pueblo los policías y los bultos de arena que supuestamente los protegían.
Esta extraña figura, de expulsar de un lugar y al tiempo pedir que se amplíe la fuerza pública, dice mucho de la incoherencia entre entidades y la inoperancia de los caminos del diálogo entre la población y sus autoridades. En tiempos de diálogos de paz, hechos como estos evidencian las verdaderas dificultades de la reconciliación, el largo camino que falta recorrer para que la población y el Estado caminen por la misma trocha, el camino estrecho y sinuoso de la paz.
Y en esta ruta, de poco sirve que los medios de comunicación miremos a la distancia y retomemos los comunicados oficiales como palabra sagrada. Tarde o temprano, los periodistas en Bogotá tendremos que comprender que la complejidad de “las regiones apartadas del país” encierran las claves de nuestra incipiente nacionalidad, ojalá algún día en paz.