El sexo, el amor, los celos, la ira, son universalmente reconocidas como fuerzas intrínsecas al ser humano, capaces de determinar muchas de sus acciones superando fácilmente las barreras de la racionalidad. Sin embargo, quiero llamar la atención sobre la potencia del poder, entendido como la posibilidad de que alguien determine qué debe hacerse y qué no, cuándo y a cargo de quienes.
El poder es el eje del universo de la relación entre los hombres; es un gran motivador de todas las luchas que se dan desde los ambientes más íntimos hasta los escenarios públicos; desde la puja por el dominio dentro de la pareja o la familia, hasta los reglamentos para la convivencia que intentan poner en cintura el poder de cada uno, para dar lugar al bienestar de la mayoría.
El dinero vale tanto cuanto fortalece el poder y facilita la posesión de los símbolos que dan status y acaban haciéndose sinónimos.
El poder no se autorregula, y cuando se pierde su control en manos de quien lo detenta, es dominio, posesión, expansión, y su presencia, derrite límites, orada o desconoce las líneas de frontera. En la medida en que su fuerza aumenta, crece también la voracidad por abarcar más y más sin noción de final. Antes que saciarse, lo que conquista estimula sus ansias expansivas. Ejerce un extraño encantamiento sobre sí mismo. Secreta una sustancia dulce que atrae parásitos y lagartos y exhala un aroma que los multiplica. La plaza pública es uno de sus nidos. Doblega cervices, quebranta principios; fácilmente la lealtad y la firmeza de las ideas, declinan su verticalidad y se hacen cómplices de sus beneficios.
El poder es un híbrido de extraña apariencia: reúne magistralmente la astucia del felino, la visión del águila, la coraza de la tortuga. El poder seduce, embriaga; cuando se debilita el control sobre él, esclaviza la inteligencia y pone la creatividad a su servicio para construir en su defensa argumentos de lujosa factura.
El poder del poder es piel hermana con el egoísmo; tiene mágicos efectos adictivos. Lucha por romper las barreras de la temporalidad y acerca a la sensación de infinito. En su afán de conservarse, promueve insospechadas alianzas; amistades y enemistades según la conveniencia. Su fuerza es un caudal que arrasa para garantizar su permanencia; puede tener la virulencia de los ríos pero su cauce se pierde fácil.
Quienes hoy tienen en sus manos el poder político, valdría la pena confrontarlos directamente con el tema del poder como una fuerza actuante, tan grande como peligrosa y aquello que creen que podrían ser y hacer mientras lo tienen, y también cuando la pierdan.