Desde que tengo uso de razón, de aperitivo en casa, como parte del ritual del disfrute de la vida, entre las 12.00 y 1.00 pm, se tomaba Manzanilla, bien fresquita. No vayan a creer mis queridos lectores que hablo del agua infusionada de la flor, ¡no, por favor! Hablo de uno de los caldos de mi tierra qué con más pasión se hacen y que más alegría proporcionan.
La Manzanilla es un tesoro. Un caldo exquisito, suave, salino, dorado que se cría y envejece bajo velo de flor, que necesita una humedad precisa, que mezcla soleras y criadas, vinos más jóvenes de años recientes. La manzanilla madura a los 3 -5 años, en barriles de roble americano, a los 10 años ya está pasada y su sabor – aún más intenso – es más apreciado, como el de las cosas hechas con tranquilidad, paciencia y sabiduría.
Tener una bodega de Manzanilla supone amar la tierra en la que vives y apreciar el arte que en ella aguarda. No sólo es necesario el hacer del capataz, para mezclar las criadas y soleras y así mantener el sabor y los matices propios de la Casa, esos que hacen que unos sean fans de Gabriela y otros de San León, o que otros prefieran alguna más nueva. Es también ese arte del que a fuerza de oficio consigue mantener la esencia de su caldo, como mantiene un Nariz los aromas de su perfume. Es, además, el talento del bodeguero para hacer de la tradición algo moderno, que siga atrayendo y que las nuevas generaciones sigamos bebiendo lo que bebieron nuestros abuelos.
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Mi padre siempre decía que las bodegas eran ruinosas, y yo me imaginaba inmensas naves encaladas, con rejas forjadas, que se caían dejando a la intemperie sus vigas. Él se refería a que es difícil vivir del negocio de la Manzanilla, que más que negocio es artesanía, porque necesita tiempo y maduración, y en el vino salino no cabe la prisa… en definitiva mantener hoy una bodega es un lujo, que se hace por amor y tradición.
Del mar, lo mejor
Otro de los sabores de mi infancia, de esos que llevo pegado al paladar, como el adolescente que lleva en el celular las fotos del amor de turno, es el de los langostinos. Hay una disputa coloquial, entre los pueblos de la costa, que yo zanjo creyendo que como los de Sánlucar, ningunos.
Grande, atigrado en rosa, robusto. Comerlos forma parte de un ritual; escogerlo de la bandeja, pelarlo a pala -los más finos- o con los dedos de las manos. Separar la cola, y seguir por el caparazón, dejar al descubierto su tronco, de carne jugosa y tersa. Hay quien reserva la cabeza y la chupa, esperando encontrar a Poseidón en ella. Y vas pelando uno tras otro, hasta que la vergüenza, o tal vez sea el pudor, se sienta en tu plato. Entran bien a cualquier hora y es esa proteína que no pesa en la conciencia, ni en esa moya rechoncha que le sale a uno en verano y arrastra hasta fin de año.
Podría ser un tópico sanluqueño o español, pero lo cierto es que, en esta tierra española de Cádiz, que descansa entre el Guadalquivir y el mar, que tiene de vecina el maravilloso Parque de Doñana, tiene infinitos guisos de mar. Yo que no soy de salsas, porque me encanta mojar en pan, pero no me gusta tener que adelgazar. ¡Me están saliendo demasiados pareados y no sé salir de este embolado!
Mi abuela María decía que comíamos mal porque a ninguna nos gustaban los guisos que a medio día se preparaban en su casa. Recuerdo esas comidas eternas, en el comedor del palacio más bonito del Barrio Bajo, Villa Carmen. Por lenta, más de una y de dos, acabé comiendo en la cocina. En mi infancia esa era la mayor humillación. Hoy sí que comemos mal, pobre abuela María; por comodidad, en la cocina, y por no pensar, combino algo rápido que mis hijos comen regular y a mi no me da la cabeza, no me da.
…y al final Sanlúcar
Me encanta pasear por Sanlúcar, mirar sus viejos palacios del centro- hoy ya hoteles-, sus bodegas, su Calzada. Escuchar a sus gentes, siempre alegres y en la calle, y si hay sitio sentarme en un bar de la Plaza. Mi sueño siempre fue comprarme una casa, de esas de indianos, que miran hacia Doñana. No he visto pueblo que tenga tantas iglesias, todas ellas ricas y bien conservadas. Me gusta cotillear los patios de sus casas.
Ésta es tierra de arrojo, de aquí salieron muchos hombres y mujeres en el tercer viaje al Nuevo Mundo y sigo convencida de que el “salero americano” mucho tiene que ver con el de este rincón gaditano que sube a Sevilla por el río y a ella se siente más unido. Magallanes, que partió de este pueblo, reclutó parte de su tripulación entre los sanluqueños, ellos también saben mucho de vientos, corrientes y misterios. El misterio más comentado es que la Atlántida descansa bajo el río, y andan buscando pistas con un norteamericano al que un grupo de sanluqueños prestan sus lanchas y le dedican tiempo. ¿Será que aquí descansa la civilización perdida? A mí no me extrañaría. Ya decían hace años, que se encontraba entre el Coto y las salinas, pero tendremos que esperar a que la investigación se cierre y algún medio de comunicación le dé salida.
Yo les invito a que vengan, y descubran esta maravilla y saboreen la Manzanilla. Pero no corran la voz, que se nos llena de turistas, de esos que en España abundan, que sólo beben y ensucian.