No son Leopoldo López o Antonio Ledezma. Sus nombres no ocupan titulares, sus esposas no salen en los programas de televisión internacionales. Pero tienen la misma condición que los dos dirigentes: han sido o son presos políticos. 3351 personas fueron recluidas en el marco de las manifestaciones que se dieron en Venezuela durante 2014.
Los detenidos, que podrían llenar cuatro cárceles y media como Alcalá Meco, lo fueron en su mayoría entre el 4 de febrero, cuando iniciaron las protestas en las universidades, y junio. Una media de 8 detenidos diarios en los últimos 380 días. Por protestar o tener relación con las protestas. O por llevar agua a los que protestan. O por estar cerca de la protesta.
Algunos han sufrido tratos crueles o tortura, otros están recluidos a cinco metros bajo tierra, otros han recibido presiones psicológicas severas. Según cifras del Ministerio Público, actualmente quedan solo 38 presos. Según las ONGs, la cifra asciende a 60 detenidos. Ninguno con una sentencia firme. Son procesados, no condenados.
Las cifras han variado en la última semana. La primera baja lo fue también en el censo de población de Venezuela. Rodolfo González, de 64 años, estaba preso en el Helicoide, un centro de detención del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin), desde el 26 de abril de 2014. El piloto comercial retirado fue detenido en su casa, acusado de ser un presunto operador logístico de las guarimbas.
El entonces ministro de Interior, Justicia y Paz, Miguel Rodríguez Torres, dijo que se le decomisaron municiones, armas de fuego, documentos y equipos tecnológicos que lo vinculan a actividades subversivas. Según dijo el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, un “patriota cooperante” lo acusó de ser “uno de los cerebros de la insurrección guarimbera”.
Maduro, quien acuñó el alias de ‘El Aviador’ para González, dijo que recibía información “del norte” y que pagaba a los francotiradores que mataron a varios guardias nacionales durante las protestas. El 12 de marzo, 10 meses después de entrar preso, se suicidó.
Amenazas y presiones
Al parecer, ese día la ministra para el Servicio Penitenciario, Iris Varela, visitó el Helicoide y anunció que 80 detenidos en esas instalaciones serían trasladados a Yare, un penal para presos comunes. Entre los trasladados estaría González. Según testimonio de otros detenidos en el Helicoide, se despidió de todos, repartió sus cosas y dijo que “haría algo para que ninguno fuera a Yare”.
Ir a Yare es entrar en una de las cárceles más peligrosas de Venezuela. Más allá incluso, han sido calificadas por la ONU y la Corte Interamericana de Derechos Humanos como las más violentas de la región.
“Cualquier ser humano puede sentir un miedo fundado en que su vida corra peligro de ser trasladado a una cárcel común. Algunas tienen áreas controladas, han sido limpiadas de armas (cuyos propietarios son los reclusos) y se ha puesto orden. Pero no hay separación entre privados de libertad o privados preventivamente, ni tampoco entre delitos graves, menores o, en este caso, políticos”, cuenta Nizar El Fakih, abogado del Centro de Derechos Humanos de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB). El Ministerio de Interior, Justicia y Paz negó mediante un comunicado que se hubiera dictado el traslado de González y otros presos a Yare.
Inti Rodríguez es coordinador de investigación de la ONG Provea. Cuenta que su organización (junto a otras) solicitó en agosto pasado ir al Helicoide para comprobar las condiciones de los presos. “En ese tiempo solo pudimos ver a una de las detenidas, Sairam Rivas. Ella denunció que la amenaza de traslado a centros de alta peligrosidad era una constante”. Provea califica el suicido de González como consecuencia de la tortura psicológica a la que fue sometido.
“El estado tiene responsabilidad en esta muerte, porque ocurrió bajo la custodia del Estado venezolano. Según establece la constitución y tratados internacionales, se debe garantizar unas condiciones dignas que garanticen la integridad física y mental de los custodios. En este caso en otros, han sido constantes las amenazas proferidas por los funcionarios de ser trasladados a centros de alta peligrosidad”, dice Rodríguez.
Rodolfo González lo consiguió. Pero no fue el único que lo intentó. Marcelo Crovato, abogado, se intentó suicidar durante su reclusión en Yare III. El 25 de febrero se toma la medida cautelar de cambiar la prisión por arresto domicilario. “Se hace a solicitud de la Defensoría del Pueblo ante la situación de deterioro psicológico que presenta”, cuenta Rodríguez.
Efecto Aviador
El suicidio de González trajo indignación en las redes sociales, pero sin apenas eco en las calles o en las convocatorias políticas. El lunes, de modo sorpresivo –como ocurre en todos los casos-, se liberó a otro de los presos políticos. Miguel Ángel Nieto (60), con un estado de salud delicado y agravado por la diabetes, estaba detenido desde el 6 de mayo. Se le acusaba tráfico ilícito de armas, municiones y tráfico de drogas en menor cuantía. “La muerte de Rodolfo González sirvió para algo”, escribían en las redes sociales.
El martes eran liberados tres detenidos más. Dos en el estado Carabobo y el último en Caracas, con la carga simbólica de ser el primer detenido en las protestas de la capital, el 12 de febrero del año pasado: Christian Holdack. Horas antes de su liberación, Nizar El Fakih explicó a El Confidencial que Holdack estaba en una situación que viola la Convención Internacional contra la tortura. “Fue agredido cuando lo detuvieron. Sufrió golpizas en la sede del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC) de Parque Carabobo y recibió amenazas de muerte”.
Los abogados de Christian y sus médicos certificaron que padece un cuadro severo de estrés post traumático. El Ministerio Público también lo certifica. No intentó suicidarse, pero amenazó con hacerlo. Dos días antes de ser liberado, empezó una huelga de hambre “por frustración absoluta, porque no encuentra justicia, porque ha sido sometido a audiencias prolongadas, porque no se siente escuchado por el tribunal”, cuenta El Fakih.
Un año, un mes y cinco días. Toda esa espera para que, por fin, el martes 17, pasadas las 10 de la noche, Christian saliera en libertad condicional y abrazara, sin rejas de por medio, a su esposa, Aurora Armesto. “Lo abracé. Y le dije: mi amor, por fin estás libre. Me contestó: no sé por cuánto tiempo”, cuenta Aurora a este periódico, en la puerta de PoliChacao, donde su esposo estaba retenido y a los pocos minutos de salir bajo un régimen de presentación cada 8 días.
Los abogados han aconsejado a Christian no hacer declaraciones a la prensa “para no empeorar la situación, por si acaso”. A su salida, abraza a sus amigos y familiares. Abraza a su esposa, la besa. Sonríe, pero ese tipo de sonrisa cansada, con la mirada distraída. Está bajo shock, desubicado. “Siente mucha desesperanza. Ahora tiene que ponerse en tratamiento (psicológico), concientizarse de que está libre, que seguimos luchando”, dice Aurora temblando, entre la alegría y los nervios del momento.