Estamos en navidad, tutaina tuturumaina, se apartan las vainas y se alistan las viandas. Abundan las ganas de abrazos, de risas, regalos y farras. Cada quien la celebra como puede, y como quiera, al final lo que sucede en los solsticios ha fascinado a todas las culturas y lo que hoy es época de árboles de luz y villancicos, en otros tiempos fue el momento de las adoraciones al sol y a los dioses.
Desde que estaba pequeña me molestó la relación incongruente entre la fiesta religiosa y las actitudes paganas. Si ese niño cuyo nacimiento invocábamos en las novenas de aguinaldo era todo bondad representada en un pesebre, ¿por qué había tantos niños pobres que no recibían regalos? ¿por qué, si era navidad, el río Molino se desbordaba cada año arrasando sin misericordia los barrios más pobres? Los asuntos de la pobreza y sus dolores los entendí más tarde, aprendiendo un poco de economía y de política, y pude desligarlos del asunto religioso para darme cuenta que no tienen que ver una cosa con la otra, que el bienhechor rocío como riego santo no mejora las condiciones materiales de nadie.
Pero otro asunto llamaba mi atención desde chiquita: Si el niño Dios era el mensajero de los regalos, ¿por qué se llenaban de gente los almacenes, y los papás corrían afanados buscando regalos a última hora? ¿por qué me tenía que ir a dormir para que creyera que un niño ponía regalos al lado de la cama, mientras los grandes seguían emparrandados y luego entraban a hurtadillas a mi cuarto, paquetes en mano? Era un juego, pensaba. Ellos creen que yo creo, y yo me hago la que creo para que ellos estén contentos.
Nunca creí que una pilatuna me hiciera merecedora del bulto de carbón en lugar de la muñeca con la que soñaba. Por esa incoherencia entre lo material y el llamado religioso aplaudí que, al crecer, las cosas fueran más claras: los regalos se compran, se ponen debajo del árbol y se reparten de viva voz para pasar una noche especial en familia, una noche de alegría, de risas, de cena de media noche. La verdadera fuerza del suceso navideño está en compartir con la familia alrededor de los placeres de la mesa, en disfrutar el rasgado del papel y los abrazos, en ratificar que hay lazos de amor con las personas cercanas. Todos nos merecemos una fecha para recordar que la familia es donde están los afectos.
Gracias a Dios, los papás de mis hijas son ateos. Ambos. Pero celebran, cómo no, la navidad. Ellas nunca esperaron que un niño, o un señor gordo de barba, o unos reyes magos de Oriente, les trajeran los regalos. Escriben sus cartas a interlocutores más cercanos, su papá y su mamá, y les cuentan lo que quieren, el lego, el peluche, la muñeca. Yo no creo que haga mejor a un niño la “inocencia” de creer que seres sobrenaturales les obsequian cosas por su buen comportamiento; mis hijas juegan con las figuras del pesebre por que saben que se conmemora el nacimiento de un niño, pero es aquí en la tierra y con los seres humanos de su entorno, con quienes se construye el momento mágico de la navidad.
Este año llegó por anticipado uno de los regalos más esperados de la navidad. Ver en estreno Star Wars 7, el despertar de la fuerza. En plan familiar y con el corazón desbordando ansiedad, entramos a un cine 4D para sentir que piloteábamos las naves, que las dunas del planeta Yakuu nos absorbían, que las espadas de luz nos atravesaban el cuerpo como en el instante en que asesinan a… perdón. No voy a adelantar nada más, porque sé que muchos aun esperan verla para confirmar, con sus propios ojos, que la saga sigue vive y que esta familia intergaláctica aun tiene mucho por ofrecer.
Si, era emocionante ir con las hijas a ver un capítulo más de esta historia que lleva 38 años contándonos que el poder de la fuerza está la mente, que tiene su lado oscuro cuando el odio nos domina, y que bien vale estar en resistencia cuando el autoritarismo se impone. Pero fue más emocionante aun ver a los papás que llevaban de la mano a chiquilines vestidos de Darth Vader, de princesa Leia o de Obi Wan. Star Wars es una tradición de dos generaciones, esos niños (como mis hijas) han recibido de sus padres una buena historia y se han acogido a ella, haciéndola parte de su espacio lúdico, de sus sueños y su imaginación.
Padres emocionados y niños felices. Esa es una buena navidad. Creo que si mis hijas decidieran alguna vez pedir que los regalos lleguen de un ser sobrenatural, el elegido sería el espíritu de Yoda.
¡Feliz navidad a todos!!