Columna opinión Día de restaurantes llenos a reventar, no importa el estrato; de gentes que compran flores para llevar a la casa o al cementerio, que es donde viven las madres muertas; de coplas almibaradas; de lágrimas porque mamá está lejos, porque está cerca pero es como si no estuviera, porque no estará nunca más. De un vino, una pola o un aguardiente de más. De brindar porque, como dicen los sicarios paisas, Madre no hay sino una, porque papá es cualquier hp.
Es una tradición que en Colombia el día de la madre deje como saldo un atasco en las salas de urgencias de los hospitales, que se desbordan para atender a los heridos a bala, a machete, a trompadas y en accidentes, una realidad que certifica cualquier entidad de salud. Al parecer, una retorcida patología colectiva nos convierte en potenciales asesinos cuando las emociones más primarias arrecian, ya sea que hablemos de un triunfo de la selección o de una celebración del amor.
A la final el día de la madre es, además de la parafernalia de consumo que se despliega a su alrededor, un día para celebrar el amor que se reconoce en el cuidado, la protección y el suministro de bienestar básico que nos da la madre. Unas querendonas, otras hurañas, unas cercanas y otras lejanas, la mayoría en algún momento severas, algunas de vez en cuando alcahuetas, con ceño fruncido o sonrisa permanente, la madre es el nido seguro del amor que todos, absolutamente todos, alguna vez sentimos y por siempre requerimos.
Pero contradiciendo a los sicarios y sus adoraciones a las vírgenes y a las mamás, el amor de madre no es un patrimonio exclusivo de las mujeres que hemos parido, ni haber parido es garantía de que tal amor exista. Una infinidad de niños y niñas abandonados a su suerte, en covachas o en penthouse, son para quienes les parieron un problema, no una opción de vida.
Por consiguiente, si haber dado a luz y ser madre son dos cosas distintas, la ecuación indica que hay muchas personas que son madres sin haber parido. Por la causa que sea, el amor de madre se asume de manera diversa, según la historia de cada quien. Hay los padres-madres que con valentía, seriedad y entrega asumen el cuidado de sus retoños; los abuelos y abuelas que después de haber hecho lo suyo con los hijos, ahora están de nuevo en el oficio de la crianza; los tíos y tías que se echan al hombro el cuido de sus sobrinos; hay, por supuesto, las personas llenas de amor que adoptan; hay a quienes la vida les ofreció la oportunidad de ponerse en función de la vida de otro, de cuidarle, de protegerle, de brindarle compañía y bienestar, de auparle para crecer, de consolarle.
No importa, pues, si el amor de madre viene de mujer o de hombre, porque según todo parece indicar, los seres humanos urgimos del cuidado de otro ser humano para sobrevivir, de la alimentación que nos provea para crecer, de la temperatura de un abrazo para paliar los virus y los odios. Si no fuera porque existen el amor, la solidaridad y el sentido del deber del corazón, seríamos un fracaso como especie.
Quienes predican que la única forma válida del amor de madre es la de la mujer que ha estado, quiéralo o no, embarazada entre 7 y 9 meses y ha parido, quiéralo o no, un hijo, desconocen la fuerza del amor que posee el ser humano. No podemos pretender que la inconmensurable capacidad de amar que sentimos quienes somos madres, no pueda expandirse más allá del vientre que a todos nos ha alojado para proveer lazos que nos ayuden a poblar un mundo mejor.
¡Va la madre si no!