Colombia vive un momento muy delicado. Su salud política está en cuidados intensivos. El “todos contra todos” se ha instalado en la opinión pública y las instituciones, otrora respetadas, son menos admiradas por los ciudadanos.
Parece extraño, pero no fue suficiente la llegada parcial de la paz tras el acuerdo con las FARC. Las imágenes que parecían impensables de los guerrilleros camino en las zonas veredales para ser filiados y desarmados con la supervisión de Naciones Unidas, tampoco fue suficiente motivo de satisfacción para una gran mayoría de colombianos.
Mejoras en algunos ratios sobre pobreza, incremento de las exportaciones, mantenimiento del desempleo, mejora de las producciones energéticas, comienzo del desarrollo en infraestructuras, tampoco colman las expectativas y lanzan a la mayoría a una desesperanza sobre futuro del país.
¿Entonces qué pasa? Obviamente lo que siempre criticamos desde la barrera. Que el país esté en manos de los mismos de siempre; que los ciudadanos estén atenazados por organizaciones “cuasi mafiosas” que manejan los sectores estratégicos que rigen nuestra vida diaria. Que la clase política pida “ayudas” para salir airosa en los procesos electorales, pero que nunca más se acuerde de devolver algo a los electores desinteresados.
Que la delincuencia siga campante por todo el territorio nacional, como si con ellos no fuera eso de la ley y de la justicia. Que el nivel de corrupción ahora y por arte de magia, sea un escándalo, como si no los hubiera a diario en los medios de comunicación, no, obviamente que la corrupción se vea fuera en otros, “pero que no me cuestione nuestros planes”.
Obviamente, parece que no nos gusta avanzar, ni que mejoren las instituciones, ni que los sistemas sean más transparentes. Nos gusta lo de siempre, que tengamos alguna ventaja sobre las reglas del juego. El famoso “usted no sabe quien soy yo” o la frase “quien hace la ley, hace la trampa”. Parece que así nos gusta estar, convivir en medio de toda una trama de corrupción institucional que afecta a millones de participes, obviamente es el juego habitual.
Este es un año clave, previo a las elecciones de 2018. Especialmente porque de nuevo hay que decidir quienes van a liderar el país en los próximos tiempos. Ya tenemos centenares de candidatos que van al Congreso y una docena más que aspiran a la Presidencia de la República. Obviamente hay que seguir igual, elegir a los mismos, dejarnos comprar el voto, aceptar coimas para las campañas, alimentar la torcida línea que garantiza un ganador, de un perdedor.
Otra vez, ¿dejaremos que compren nuestras voluntades? Y dejaremos que siga funcionando la economía sumergida a nuestro alrededor?. Dejaremos que empresas e instituciones vulneren nuestros derechos sin decir media palabra?
Obviamente las soluciones están en nuestras manos. Los votos deciden quienes de manera confiable van a buscar el bienestar de la mayoría. Deciden con qué criterio las instituciones van a respetar nuestros derechos y nuestras libertades. Los votos deciden sobre nuestra salud y la educación de nuestros hijos y claro está deciden al fin y al cabo, nuestro futuro como seres humanos.
Pero obviamente sería mucho pedir si pensamos que Colombia, ese gran país que tiene todo el potencial de mejorar y progresar, siga hipnotizado por el famoso realismo mágico, siendo esa la excusa de la ciudadanía para explicar todos los problemas que le agobian en el día a día.