Desde el lejano Vaupés hasta el olvidado Pacífico, la zozobra ha hecho palpitar el corazón nacional de manera permanente; tal vez eso sea lo único en lo que nos identificamos todos los colombianos, en el pálpito azaroso de la guerra.
Todos los que residimos en estas tierras conocemos de primera mano, cuando no hemos sido los protagonistas, alguna historia de la guerra colombiana; de un secuestro, una extorsión, una amenaza, una desaparición, una explosión, un combate, un bombardeo, una asonada. Desde el lejano Vaupés hasta el olvidado Pacífico, la zozobra ha hecho palpitar el corazón nacional de manera permanente; tal vez eso sea lo único en lo que nos identificamos todos los colombianos, en el pálpito azaroso de la guerra.
Los seres humanos hemos desarrollado el sentido de la intuición, una especie de lazo de amor que une a las personas más allá de la distancia física. Cuando una madre, un hijo, una hermana muy cercana, una pareja o un gran amigo están en peligro o mueren, no importan las distancias por que el corazón avisa. Se busca entonces una razón de vida, un mensaje, alguna señal que calme el alma inquieta; cuando no hay más a quién recurrir para saber algo de la persona, toca obedecer a la intuición.
Ese pálpito trajo a Cali, desde el Pacífico nariñense, a tres mujeres jóvenes que buscaban a sus primos. “Uno sabe y siente cuando ellos mueren”, dicen sentadas en el andén de la morgue del Hospital Departamental, en el barrio San Fernando. Dos días en lancha por el mar, un bus desde Buenaventura, y dos días más de espera en Medicina Legal, para darles sepultura a sus parientes muertos, lejos de la familia que en la desembocadura de algún rio se quedará sin cantarles el alabao.
Como los soldados muertos en la misma guerra, y como los civiles inermes, los guerrilleros tienen quien los llore. La diferencia es que unas familias pueden hacer pública su tristeza, y otras la tienen que esconder por temor a la sanción o a la amenaza; cuántas historias de destierros por lazos familiares o afectivos ha sumado este país en años de orgía de la violencia. Cuántos seguimientos de inteligencia. Cuántos rastreos ilegales.
La inercia insensata de la guerra ha hecho pensar que es normal que unos muertos sean enterrados “como Dios manda”, y otros vayan sin nombre a una fosa común, como nn. Los espíritus vengadores alegan que “se lo ganaron”, que “quién los manda” y justifican esa clandestinidad de la muerte como una obviedad por la clandestinidad que mantuvieron en vida. De ahí que los guerrilleros merezcan la muerte y los soldados o los civiles no, que unos merezcan honores y otros horrores hasta en su despedida.
Yo me pregunto, viendo a esas mujeres jóvenes, valientes y abrumadas que atraviesan selvas y ciudades para enterrar a sus muertos, de qué voluntad se habla cuando enlistarse es la única alternativa que ofrece la vida a quienes nacen con el peso de la miseria y el aislamiento en sus espaldas. Con las cédulas de ciudadanía de los guerrilleros del bombardeo de Guapi identificados en Cali, se confirman su origen y casi las circunstancias de su enrolamiento en las filas de las Farc: El Charco, Nariño; Inírida, Guainía; Pitalito, Huila y así, caen y siguen cayendo jóvenes colombianos mientras una tras otra las familias lloran lejos con la certidumbre de un pálpito de muerte.
Identificar a los guerrilleros que caen en combate es de las pocas acciones verdaderamente humanitarias que se empiezan a ver en este proceso de paz. El Presidente Santos ordenó a Medicina Legal la identificación de los 26 guerrilleros muertos; cuando escribo, 12 ya fueron reconocidos; hay miles de razones que hacen difícil esta labor, por el estado de los cuerpos y porque muchos no deben tener papeles, quién va a saber si aparecen en la base de huellas de la Registraduría la impronta de los dedos de los niños que cogen un fusil a los 12 y mueren en combate a los 30.
Llamar la atención sobre esto, mientras en el Cauca zumban las balas y se deleita la muerte puede parecer un anacronismo, o mejor, una falta total de sintonía con la realidad. Posar los ojos en quien llora a los guerrilleros muertos es reconocer a unas víctimas más de la guerra, las de los corazones que lloran una partida.
Si de reconciliación es el camino que vamos a recorrer, hay que aperarse de esperanza y de humanidad.
La esperanza no como la actitud pasiva de sentarse a esperar “que mi Dios haga sus cosas”, sino como el derecho que tiene todo ser humano a procurarse bienestar, a desear que su vida sea plena sin la permanente intuición de muerte en las entrañas; ese derecho, frente a los violentos, se tiene que exigir.
Para que 26 familias puedan saber que los suyos murieron, el Estado está haciendo su parte, o al menos lo intenta en Medicina Legal. A las Farc los medios les han preguntado por los nombres de sus hombres, y aun no dan razón.
La humanidad es recordar, si es que se nos ha olvidado, que todos los seres humanos somos iguales sin importar la condición de vida. Civiles o armados, todos tenemos a alguien que va a sentir nuestra partida cuando dejemos de respirar; y querrá despedirse del cuerpo así como se despidió ya desde el alma.