Se supone que las fiestas están para divertirse, descansar, pasarlo bien y reencontrarse con la familia y, sin embargo, pocas festividades tienen tan mala reputación como las vacaciones de Navidad.
Es cierto que, por un lado, son unas vacaciones incómodas: dejas de trabajar dos días, retomas el trabajo, vuelves a trabajar de nuevo un día, de nuevo fiesta… Hace frío, nos estresamos, nos enfadamos y mucha gente lo único que desea es que pasen lo antes posible. Pasear por el centro de cualquier ciudad se vuelve insoportable y los villancicos como hilo musical en ascensores, consultas de dentistas y tiendas de lencería parecen una estrategia de tortura planificada. Pero, ¿qué es lo que realmente nos molesta de las Navidades?
Los regalos
Comprarle un regalo a alguien que conoces, que sabes que le va a gustar, prepararlo con mimo y sorpresa, envolverlo, guardarlo hasta la fecha indicada y, finalmente, entregarlo, es una de las grandes satisfacciones de la vida. No obstante, eso dista mucho de comprarle algo (“¿qué, Dios mío, qué?”) a tu tía porque este año se nos une en Navidad. Hacer regalos por obligación, la presión de ser ecuánimes con todos tus primos, de no gastarse más en uno que en otro… No le agrada a nadie.
Las cenas de empresa
Las cenas de empresa son la clásica tortura navideña a la que todo el mundo está expuesto, de la que todo el mundo ha de formar parte y para la que todo el mundo tiene alguna excusa. Los horrores que en ella podemos hallar son varios. Para empezar, es recomendable llegar pronto y elegir un sitio estratégico. De lo contrario, puede tocarte a la derecha tu jefe y a la izquierda ese tipo raro al que llevas evitando todo el año. Además, ten cuidado con lo que bebes y en qué medida: recuerda que, aunque tú sepas que no es así, esa gente que te rodea considera que –por lo general– tú eres un tipo más o menos respetable y que, aunque vayas con las camisas sin planchar de vez en cuando, sabes mantener la dignidad. Perderla en la cena de Navidad es demasiado tópico.
La familia
Sí, sí, es verdad. La reunión simultánea de todos los miembros de una familia en un mismo espacio es un evento de algo riesgo. Pronto te verás en una mesa bastante larga, rodeado de un montón de gente que grita. Frente a ti comenzarán a cruzarse cestos con pan, platos con gambas, queso y jamón. Pero tú no tienes hambre, porque llevas todo el día comiendo turrón. Como tu abuela no oye nada, tu tía le grita desde el otro lado del salón mientras tu primo pequeño llora y tu madre regaña a tu hermano y tú, en fin, contemplas claramente el suicidio. Es justo en ese momento de catarsis personal cuando tu tía –la que peor te cae, encima– te agarra del moflete y te dice delante de todo el mundo: “¿Bueno, y para cuándo una novia?“. Entonces –inexplicablemente– tu otra tía se calla al otro lado del salón, tu primo pequeño deja de llorar, tu madre y tu hermano llegan a un acuerdo y todos los comensales se giran hacia ti, que te has puesto rojo como el gorro de Papá Noel y que sólo oyes, en mitad del silencio sepulcral, el eco de la fatídica pregunta: “¡…novia, ovia, ovia!”. Pero claro, la familia es la familia, y no seremos nosotros quienes contradigamos a don Vito.
Los preparativos
Bueno, por un lado está todo lo que hay que cenar, comer, beber y demás historias, que supone un trabajo enorme y que debemos tener en consideración. Pero todos sabemos que eso es cosa de las madres. Madres y abuelas del mundo: gracias por esas cenas de Navidad que hacen que valga la pena soportar cualquier interrogatorio de tu tía. Gracias por esos consomés, esos corderos, esa salsita para mojar el pan.
Por otro lado, está la pereza de ponernos elegantes. Que si hay que llevar algo rojo, que si el vestido que tú querías se lo ha puesto tu hermana, que si papá no encuentra su corbata, que si tu hermano no quiere ponerse camisa, que si la abuela se tira encima el consomé, que si me compro unos tacones para la fiesta más corta del año…
Como todo, no obstante, podemos tomárnoslo con buen o con mal ánimo. Y no puede ser tan difícil hacer un esfuercito para disfrutar de la buena comida, el vino, el champán, las doce uvas, la (presunta) elegancia y, en fin, la familia.
Tomado de El Confidencial