La neurociencia, una vez derribado el tabú sobre la relación entre el cerebro y la fe, ha empezado a explicar cómo se relacionan la religión y el fanatismo con la mente.
Durante décadas, trazar una relación entre el funcionamiento de nuestro cerebro y la religión era tabú. Lo fisiológico nada tenía que ver con la fe, e intentar explicar lo segundo como una consecuencia de lo primero era acusado de reduccionista, un producto del materialismo que dejaba fuera de la ecuación elementos tanto culturales como individuales. Sin embargo, la neurociencia ha ayudado durante los últimos años a explicar ciertos comportamientos religiosos, especialmente los relacionados con el fanatismo y con el éxtasis religioso, no tanto como causa sino como consecuencia.
En este nuevo panorama, la dopamina y el papel que juega en el cerebro humano se han convertido en los grandes protagonistas. Durante mucho tiempo, se describió a la dopamina simplemente como el neurotransmisor del placer y de la adicción, la encargada de producir la sensación de bienestar cuando comemos comida apetitosa, hacemos el amor, practicamos nuestras aficiones preferidas… o experimentamos el sentimiento religioso. Pero, en opinión de Patrick McNamara, director del Laboratorio de Neurocomportamiento Evolutivo de la Universidad de Boston, dicha relación, que explica en un artículo publicado en Aeon Magazine, tiene muchos más matices.
El hombre que no podía ser religioso
No hay mejor forma para entender cómo el cerebro determina nuestro sentimiento religioso que conocer la historia de uno de los pacientes de McNamara. Se trataba de un inteligente y valiente combatiente de la Segunda Guerra Mundial que había comenzado a manifestar los primeros signos de la enfermedad de Parkinson. Ello le había obligado a dejar de lado su trabajo, parte de sus obligaciones sociales y su práctica religiosa. ¿Por qué? Entristecido, reconoció al médico que no había dejado de leer la Biblia porque hubiese dejado de creer en Dios, sino porque cada vez le resultaba más difícil sentir el fervor religioso.
Dado que la enfermedad de Parkinson tiene como causa subyacente la pérdida de células dopaminérgicas, McNamara empezó a sospechar que se trataba, una vez más, de la dopamina –o, en este caso, su ausencia– haciendo de las suyas. Al carecer de la recompensa cerebral que obtenía al leer la Biblia o escuchar misa, el anciano había dejado de sentir la misma admiración religiosa que durante el resto de su vida. Pero McNamara cita una reciente investigación realizada por el neurocientífico de la Universidad de Cambridge Wolfram Shchultz para recordar que el neurotransmisor no reacciona simplemente ante algo positivo, sino que sólo lo hace en el caso de que la recompensa obtenida haya excedido con mucho lo que esperábamos obtener.
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¿Qué quiere ello decir en el caso del anciano combatiente? Al igual que ocurre con otras personas religiosas y altamente inteligentes, la mera consecución de dinero, comida, sexo u otras recompensas más banales no era suficiente, sino que era la sensación de trascendencia la que realmente proporcionaba ese “algo más” relacionado con la dopamina. La diferencia entre McNamara y el común de los mortales es que, probablemente, se trataba de una persona excepcional, mucho más creativa. Como averiguó el neurocientífico, la relación entre la religión y la creatividad era mucho más estrecha que lo que pensaban los primeros que teorizaron sobre el problema, como Sigmund Freud, que interpretó el sentimiento religioso como un alivio a la ansiedad que causa saber que nuestra existencia es finita.
El sentimiento religioso como base del placer
Pero McNamara asegura que es exactamente al revés, y el sentimiento religioso no es una respuesta al miedo, sino una búsqueda de placer. Cuando los niveles de dopamina en las regiones prefrontales y el sistema límbico del cerebro son altos, la persona está más inclinada a tener ideas brillantes, inspirar a los demás o sentir profundos sentimientos religiosos. Cualidades que desde los albores de la humanidad han estado vinculados con los gurús y líderes religiosos y políticos. El neurocientífico recuerda que es bastante común entre los enfermos bipolares que estos atraviesen fases de creatividad desaforada al intensificarse la dopamina. Un producto semejante al que causan drogas como el LSD o la psilocibina, consumidas por algunos chamanes religiosos durante los rituales.
Después de someter a un cuestionario a 71 de los veteranos de guerra con los que trabajaba, McNamara empezó a desentrañar el patrón que se repetía. Las personas que habían perdido el sentimiento religioso a medida que envejecían eran aquellas cuyas regiones cerebrales prefrontales del lado derecho habían sido dañadas. Para averiguar qué había ocurrido, los investigadores de Boston desarrollaron otro experimento en el cual los pacientes debían reconocer el vínculo entre diversos conceptos, una prueba en la que aquellos que tenían problemas en la parte derecha del cerebro fracasaron con mayor frecuencia cuando se trataba de términos religiosos.
El fanatismo religioso es consecuencia de unos niveles anormalmente altos de dopamina
Otra investigación demostró que entre dichas personas era más común encontrar un vínculo entre una visión placentera, como la del océano, que con la muerte, algo que reforzaba su tesis: “el mismo mecanismo que realza nuestra creatividad también nos abre al sentimiento religioso y la experiencia”. Pero, ¿qué ocurre en el caso de que dichos niveles se disparen? Que aparece el fanatismo religioso, adictivo como la cocaína, que supone el reverso tenebroso del positivo sentimiento de trascendencia.
Se trataría de un proceso semejante al que conduce a los adictos a las drogas a necesitar una dosis cada vez mayor. Como puso de manifiesto una investigación realizada por el grupo de investigadores encabezado por Albert Gjedde de la Universidad de Copenhague, los altos niveles de dopamina determinan las conductas más adictivas, algo que también ocurre con el sentimiento religioso, como defiende McNamara. No es la primera vez que se establece un paralelismo entre las adicciones y las conductas religiosas más extremas, como el éxtasis de algunos rituales o el terrorismo islamista. Sin embargo, no se trata más de una pequeña parte de lo que algunos llaman el “efecto de Dios”, y que suele aparecer en los grandes líderes, sean estos religiosos o no: el arte, la ciencia, la política u otras disciplinas trascendentes pueden jugar un papel semejante en nuestro cerebro.