Salvo que Donald Trump arrase en los estados que quedan por votar en las primarias, el próximo 18 de julio los delegados de la Convención Nacional Republicana deberán elegir entre lo malo y lo peor: nominar al polémico e impopular magnate aunque no haya alcanzado la mayoría absoluta o elegir a otro candidato, que comenzaría con una dudosa legitimidad, y dejar claro que las opiniones de sus votantes no cuentan para nada a la hora de la verdad. Cualquier opción es una amenaza casi existencial para el partido, y no hay ninguna solución “correcta”.
Las proyecciones actuales prevén que Trump gane las primarias pero no llegue a los 1,237 delegados necesarios para obtener la nominación de forma directa. Para ello necesitaría vencer en Indiana, arrasar en la costa noreste y llevarse al menos el 90% de los delegados californianos, como hizo en Nueva York. Es posible que consiga varias de estas victorias, pero el problema es que no tiene margen de error: necesita sumar todas. Incluso necesitaría que los delegados “libres” de Pensilvania, que prometen votar al candidato que venza en su estado, mantengan su palabra y le apoyen. Pero la situación contraria, una serie de derrotas seguidas que le dejen a más de 100 delegados, es bastante más improbable aún.
Lo que sí está claro es que Trump llegará a la convención como el candidato más votado -alrededor del 40%-, con más delegados y con más victorias a nivel estatal. En esas circunstancias, la situación del partido será muy delicada. Un 60% de los votantes republicanos han defendido en las encuestas que lo justo es que el candidato sea el que gane las primarias, aunque no alcance la mayoría absoluta de delegados. Pero para los dirigentes del partido, nominar al empresario neoyorquino es un riesgo extraordinario de cara a noviembre y hacia el futuro.
Trump es, de lejos, el candidato con peor imagen de todos los que quedan en las primarias, en ambos partidos. Casi la mitad de los votantes republicanos lo rechazan en cualquier circunstancia y su campaña destruiría cualquier posibilidad de abrirse a las minorías, condición indespensable para su supervivencia futura. Y su riesgo inmediato es que una ola de rechazo se lleve por delante las mayorías que el partido disfruta en el Congreso y el Senado.
Pero si el magnate no logra la mayoría y el partido se niega a aceptar su candidatura, se abren dos opciones, ambas con riesgos casi igual de grandes y que no se han probado desde que existen las priamrias modernas. En ambos casos, la solución sería entregar la nominación a un candidato diferente, lo que supondría poner un borrón a la idea de democracia interna de los partidos.
La primera posibilidad sería nominar al segundo, Ted Cruz, un candidato con un mensaje más comparable al tradicional republicano. Pero el senador texano tiene el problema de no ser mucho más popular que Trump: las encuestas le sitúan igualmente por detrás de los dos candidatos demócratas. Ni siquiera en el propio partido es más querido. Varios senadores, diputados y gobernadores le han comparado con “tomar veneno” y el neoyorquino Steve King amenazó, medio en broma, medio en serio, con suicidarse “tomando cianuro” si llegara a ser el candidato.
A esta situación se le añade el problema de legitimidad de haber perdido ante Trump en la votación popular. Los seguidores del magnate discutirían la nominación hasta el final y le acusarían de haber conseguido la victoria a base de “robar” delegados. En el futuro, además, los seguidores republicanos podrían perder la confianza en el sistema de primarias, ya que el candidato puede ser cualquiera, independientemente de los resultados.
Para correr ese riesgo y dañar la imagen del partido, podrían pensar, lo mejor es elegir un candidato que al menos sea capaz de ganar en las generales. El problema es que una decisión así es muy arriesgada en un año en que los votantes se han declarado en contra del “establishment” y han rechazado repetidamente a candidatos oficialistas como Jeb Bush, John Kasich o Marco Rubio. ¿Qué posibilidades hay de que esos votantes acepten ahora a un candidato elegido de forma unilateral por ese mismo “establishment”?
El partido se juega mucho más de lo que parece en las primarias que quedan. Si Trump gana y se queda al borde de la victoria, tendrá que elegir entre entregarle la victoria a un candidato al que rechaza o arriesgar lo desconocido: un candidato rechazado por las bases o uno al que nadie ha votado. En el primer caso, podrían resignarse a perder contra Hillary Clinton y esperar a reconstruir el partido desde diciembre, si es que Trump no lo ha dañado irremediablemente. En el segundo podrían aspirar a ganar, pero con el riesgo de acabar expulsando a las bases de ahí en adelante. No hay opción buena.