“Resumiendo, como nos gusta en estos lugares en dónde el tiempo es sacrificio vivo para el dios de la productividad, fui a ver una película de viaje alucinógeno, yajezudo y no regulado por la DEA, ni por la Policía Antinarcóticos, llamada El abrazo de la serpiente”. Opinión
Tuve un sueño y estoy intentando recordarlo. Soñé un viaje por un río negro, gigante a veces, otras estrecho, que ora corría y otras tantas caminaba por una selva espesa, omnipresente, de todos los tonos de verde que pueda mostrar el gris. Soñé que era una serpiente gigante que había bajado del cielo mientras al tiempo seguía allí, colgada, viendo a sus hijos. Soñé que masticando bejucos cocidos volvía ella para susurrarnos los caminos que hemos perdido por querer saber cuanto miden de ancho y de largo, los atajos que se cerraron por calcular su valor en dólares en la bolsa.
Soñé que eran tres hombres, pero que eran dos y luego éramos todos los hombres y luego era el universo entero. Era la vida y la muerte como una sola esencia. Todos los átomos eran universos. Era el principio y el fin una serpiente que se muerde la cola y se engulle entera y explota alucinada pariendo dioses.
Soñé a un jaguar que me rugía en medio de la espesura, soñé que sus colmillos me araban. Soñé la lluvia que me reventaba una flor sagrada en el ombligo y un fuego que me consumía para nacer en otro sueño. Soñé una piedra montaña desolada y una luz brotando de una boca como un Génesis.
Soñé que era yo un sueño entre las nubes, entre las hojas que mueve el viento, soñé las palabras de la selva y las que cruzaron el Atlántico a descubrir lo que ya era antes del principio del tiempo. Soñé que las sentía más que entenderlas, que me corrían las venas y me abrían la mente cerrándome los ojos. Soñé el silencio.
Soñé las guerras de los hombres por líneas imaginarias en los mapas cartesianos. Soñé el oro, la sangre, el odio y la codicia. Soñé la estupidez enfierecida y soñé que volvía de nuevo al río y que era sus peces oyendo la lluvia, cayendo como nuevos ríos encima de ellos. Ellos que eran uno y los ríos, la tierra y la luz.
¿Cuántas orillas tiene el río? me pregunta Karamakate a mi, que soy Richard Evans Schultes buscando caucho para volverlo muerte, y no atino a la respuesta. Luego soy un ambrotipo de la cámara de un alemán que extraña a su mujer, una imagen sin alma, un chullachaqui que va por el mundo sin alma. Soy sus cuadernos y sus dibujos meticulosos. Soy la humedad que llena sus hojas y la punta de su lápiz.
“Tuve un sueño”, dice Karamakate. “de un espíritu blanco. Estaba enfermo y solo aprendiendo a soñar podría salvarse.” Intento ser el sueño en mi cabeza que no sé si existe o la imagino. Vomito. Me levanto. Floto entre el agua que es el aire, el espacio, la carne y la madera.
Soñé que soñaba despierto viendo una ventana que daba una sierra que era el antes y el después. Toco su tierra tratando de intuirla y me estremezco. Despierto y sigo alucinando.
Resumiendo, como nos gusta en estos lugares en dónde el tiempo es sacrificio vivo para el dios de la productividad, fui a ver una película de viaje alucinógeno, yajezudo y no regulado por la DEA, ni por la Policía Antinarcóticos, llamada El abrazo de la serpiente.
Péguese ud. el viaje. Ya le dirá la película qué hacer con ella. Que allá, muy adentro, como un susurro, oirá la voz del río que le quedará resonando, viento y lluvia, soñando de nuevo.