Mientras la atención se centra en la muerte de Jorge Martínez, exmiembro del equipo negociador de las Farc, caído en el bombardeo de la Fuerza Aérea en el área rural de Guapi, más de veinte cuerpos están siendo identificados en el Instituto de Medicina Legal de Cali. Sus familiares esperan para poder recuperar esos cuerpos.
Adriana viajó desde El Charco, Nariño, hasta Guapi y de ese punto a Buenaventura, desafiando las aguas bravas del Océano Pacífico. Desde ahí el camino fue un poco más fácil; por tierra hasta Cali. Casi dos días de camino haciendo rendir cada centavo.
Su destino, el barrio San Fernando en la capital del Valle del Cauca. Allí, el Instituto de Medicina Legal tiene el cuerpo de dos de sus familiares, muertos en el bombardeo hecho por la Fuerza Aérea en la vereda San Agustín del municipio de Guapi el pasado 22 de mayo.
Dos primos, enlistados en las Farc aguardaban, descomponiéndose en un cuarto frío a que los peritos de Medicina Legal hicieran las necropsias y permitieran identificar los cuerpos.
Junto a ella, dos de sus vecinas de ese municipio también estaban averiguando por la suerte de familiares, vecinos y amigos que también habrían caído en la acción.
La información sobre esas muertes no les llegó por ningún canal oficial. “Uno sabe en qué parte andan, uno sabe y siente cuando pasa algo malo”, dice Adriana mientras empieza a sufrir otro ataque de angustia. Los primeros fueron en el camino a Cali, por cuenta del deseo de no reconocer a sus cercanos entre los cuerpos destrozados; el de ahora se debe a que han pasado varios días y los cuerpos descompuestos generan mayores contratiempos para sus sepelios.
“A Hector no me lo mostraron en fotos, tuve que ver el cadáver. Estaba partido a lo largo, lo que creía que eran las piernas resultó ser la cabeza y el tronco”, cuenta mientras contesta el celular que no para de timbrar, debido al deseo de noticias de la parte de su familia que vive en Cali.
“A ellos los enterramos acá en Cali, el estado de los cuerpos no deja llevarlos hasta el Charco. Además, no hay con qué llevarlos. Un entierro acá puede valer 500 mil pesos. Yo tengo que enterrar dos”. Las lágrimas intentan caer pero se contiene.
Las cuatro mujeres, que toda su vida la han pasado en ese pueblo palafítico olvidado del Estado, no quitan sus ojos de la puerta de la Sala de Servicio Social de Medicina Legal, están esperando a una de sus compañeras que entró a identificar a un familiar.
La primera de ellas llegó a Cali el martes en la mañana. Desde ese día se sentó al sol y al agua a esperar información. Hoy ya es jueves y aún son varios los cuerpos que deben ser identificados.
Alrededor de estas mujeres que no pasan de los 25 años, aparecen como fantasmas otros deudos de otros tantos muertos en ese bombardeo. Estos son más reservados y no quieren contar su historia. Sin embargo, el común denominador en estos casos es la juventud de los muertos y la pobreza que los empujó a unirse a la guerra.
Hacia las 5 de la tarde, sale a quien esperaban; una mujer un poco mayor, que también viene de ese municipio. Ella pudo identificar a su familiar. Las cuatro emprenden camino hacia las funerarias de bajo costo que rodean el hospital universitario para negociar un ataúd que pueda ser ingresado hasta la morgue para poder recibir el cuerpo destrozado de su hermano.
Así de anónimas como llegaron, se marchan en el crepúsculo caleño, van a la ciudad a buscar la manera de rehacer sus vidas después de recibir los cuerpos de quienes hicieron la guerra.
Nombres cambiados por razones de seguridad.