Astrid se baja del bus con las piernas entumecidas, después de más de 24 horas de incómodo viaje; sin embargo en su rostro lo que hay es alegría, y algo de inquietud. Mirar las calles de Apartadó le ha generado un sentimiento de zozobra que no logra explicarse.
Junto a ella se apean otras cuarenta personas que vienen a sumarse a las casi dos mil que han llegado desde distintas partes del país a esa ciudad enclavada en el corazón del Urabá antioqueño, la misma que desde hace dos décadas vio cómo el miedo se enclavó en cada calle y esquina.
Astrid coge su colchoneta y un bolso que le prestó el mayor de sus hijos, el que trabaja en construcción en Bogotá, a donde llegaron después de un largo periplo que incluyó a Medellín e Ibagué como destinos y que les tomó casi dos años. Poner los pies en el suelo de Apartadó la conecta con ese calor húmedo que cae sobre el cuerpo y se pega como una segunda piel, con ese cielo encapotado que va soltando su humedad poco a poco, con el olor dulzón de los plátanos en descomposición que dejan de tener el color del oro para volverse negros como la muerte.
El punto de llegada es el Coliseo Cubierto de Apartadó. Allí, en un campamento improvisado en medio de las canchas de baloncesto y las gradas que acogen de tarde en tarde a quienes aún le apuestan al deporte en el Urabá, Astrid guinda su hamaca como lo hacía en las tardes en que se abrazaba a su esposo hacía dos décadas.
El llamado a comer hace que la fila se forme y que por primera vez se pueda ver el espacio que ocupan dos mil personas, una detrás de la otra. La primera noche de Astrid en Apartadó, después de veinte años de ausencia, se le va entre recuerdos, evocaciones, charlas con los que estaban más cerca de su hamaca y un sueño intranquilo, mezcla de miedo y estupor.
El sábado 26 de septiembre pudo ver el amanecer del Urabá mientras caminaba por las calles, cantando y gritando consignas que recuerdan a los muertos de la UP, los mismos por los cuales ella está presente la Peregrinación a Urabá: Memoria Viva por la Paz y la Reconciliación.
Una bolsa de agua y tres buñuelos comprados de afán en una esquina completan el desayuno de Astrid, mientras regresan al Coliseo Cubierto y se preparan para el acto central de ese día. Le duelen las piernas; su trabajo actual en Bogotá vendiendo tintos hace que no se mueva como lo hacía cuando vivía en Apartadó, cuando corría detrás de sus hijos, de las gallinas, y debía ir de un lado al otro para mantener el orden en su casa. El tiempo no pasa en vano.
El Parque de los Bomberos fue construido por alguno de los alcaldes de la Unión Patriótica que tuvo Apartadó. Un parque en el que las iguanas cuelgan perezosas de los árboles y miran con desdén a los hombres y mujeres que se apuran, afanados porque la tarima y la programación del evento en memoria de los muertos y desaparecidos del Urabá no sufran contratiempos.
Han puesto un tótem del que se desprenden cintas amarillas y verdes, colores de la UP, y blancas, el universal color de la paz. Varias manos extienden cada cinta, otras tantas escriben los nombres de los muertos y desaparecidos que la violencia paramilitar fue dejando a lo largo de veinte años de aniquilamiento sistemático. Astrid no puede evitar que una lágrima ruede por su mejilla cuando ve el nombre de su esposo y el de un hermano suyo en una cinta blanca.
A pesar del dolor, estar ahí es suficiente para llenarla de ánimo, sintiéndose acompañada de todos los otros que han venido desde las cuatro esquinas del país para confirmar que la memoria de sus muertos no es una invención de la soledad que cada uno vive, sino un pedazo de historia que está latente cada día de su vida. En medio de los actos culturales y del espíritu de hermandad que se genera por el dolor y la ausencia compartidos, una caravana de la Policía Nacional pasa a menos de una cuadra escupiendo una música estridente que en nada se corresponde con la solemnidad de la tarde. En otra esquina del parque, tres miembros del Ejército Nacional les preguntan a algunos jóvenes que sostienen una bandera de Colombia en dónde “pagaron servicio” y si tienen sus papeles en regla. Para Astrid esto es parte de lo que significa ser pobre, campesino o negro; nada más que carne de cañón disponible en cualquier parque de cualquier pueblo.
Las cámaras de video y de fotografía enfocan a dos mujeres, las mismas que Astrid vio en alguna ocasión en la década de los 90, cuando su esposo era un ferviente militante de la Unión Patriótica, un cortador de banano que desde el sindicato al que estaba vinculado se acercó a la vida política. Esas dos mujeres, al igual que Astrid, sufrieron la violencia política y hoy, dos décadas después, Jahel Quiroga y Aída Abella están de nuevo en el centro de Apartadó hablándole a una multitud. El discurso termina con la develación de una placa conmemorativa en la que una frase de Borges resume el dolor y la esperanza de estos peregrinos; un homenaje a la memoria de una de las regiones más golpeadas por la ignominia y el horror de la guerra en Colombia.
Cuando el sol empieza a ponerse y el calor parece que afloja un poco, el parque vibra con las cumbias y porros que canta un grupo de gaiteros, del otro lado un grupo de jinetes pasa de mano en mano las botellas de whisky y mira, con no muy buenos ojos, a los que están sentados en los andenes, cansados por la larga jornada.
El regreso al Coliseo es rápido, así lo han recomendado quienes se encargan de la logística y la seguridad de la peregrinación. Dos tragos de aguardiente de una botella que alguien rueda desinteresadamente le sirven para celebrar el hecho de que ella, esa mujer enjuta y de mirada triste, logró llegar a su Apartadó, 20 años después, para darse cuenta de que el perdón y la paz siempre han estado en su alma.
Esa noche será, para ella, la más tranquila de la última semana. Dormirá a pierna suelta y se levantará con los ánimos y la paciencia suficientes para regresar a Bogotá, dejando atrás 24 horas de recorrido por el Urabá sin cargar con la sensación de que ya vienen a matarla.