Por un año, Bogotá ha padecido continuas y violentas protestas, desde el pasado 9 de septiembre hasta hoy, el vandalismo alzó vuelo en la ciudad y desde los últimos cuatro meses y medio se radicó en tres localidades que a diario deben soportar los bloqueos, extorsiones, peajes ilegales, destrozos a sus viviendas e incluso daños a su salud mental.
La presión que ha ejercido el vandalismo sobre la ciudad ha generado, además de los 26 mil millones de pesos en daños (28 abril – 9 septiembre), la pérdida y deterioro de espacio público y un efecto de desplazamiento urbano que obliga a que familias enteras tengan que trasladarse de sus barrios por amenazas y por las permanentes manifestaciones violentas, que van acompañadas del aumento en la delincuencia, ligadas algunas con presencia de microtráfico.
Las actividades delincuenciales de las que fuimos testigos en septiembre del año pasado, con algo de incredulidad y temor ante la realidad en las calles de: las quemas de CAI’s, el uso de piedras, armas neumáticas o hechizas manipuladas por encapuchados que se movían a sus anchas y en multitudes por la ciudad, con el silencio de la Administración Distrital, las bombas incendiarias que se armaban en plena vía pública para lanzarlas contra la Policía, las turbas agrediendo a mujeres uniformadas de la Fuerza Pública en el suelo indefensas, o lo ataques a monumentos, SuperCades o portales que amenazaron la seguridad y movilidad de los bogotanos, en los últimos meses se volvieron el pan de cada día de una cotidianidad que persiste en varias zonas de la ciudad sin que hasta el momento la Alcaldía o sus entidades hayan podido dar solución a las comunidades afectadas.
Por el contrario, con asombro observamos cómo en diferentes oportunidades se han buscado y logrado establecer canales de diálogo para dar solución a las exigencias de los vándalos, agremiados en las autodenominadas Primeras Líneas, sin resultados positivos para Bogotá; pero no así con los vecinos víctimas del vandalismo, como por ejemplo los residentes de los portales de Usme, Américas y Suba, que terminan siendo ignorados, relegados y expuestos ante la negativa de la alcaldesa a reunirse con ellos y a cumplir los compromisos que en escuetas reuniones han sostenido con ellos algunos secretarios, subsecretarios o gestores delegados, dejándolos en la misma situación secuestrados en sus casas cada vez que estalla una manifestación.
Han sido más de 1.256 actividades de protesta desde el 1 de enero al 31 de agosto de este año, el común denominador: la destrucción, Transmilenio todavía no supera los efectos del daño a portales y estaciones, siguen muchas fuera de funcionamiento; la infraestructura de la ciudad ha tenido que recuperarse en varias oportunidades, 204 redes semafóricas desvalijadas en cinco meses en 19 localidades, más de 1.500 personas heridas en disturbios en el último año, entre civiles y policías, vías principales como la Avenida Cali, Avenida Caracas impedidas de movilidad, 23 cámaras de monitoreo de movilidad y más de 100 de seguridad dañadas, 70 barreras plásticas vandalizadas, entre otros daños y pérdidas.
Desde la Comisión contra el vandalismo que lidero en el Concejo de Bogotá, le extiendo a la Administración el sentir y voz de las mayorías que no protestan, que se cansaron del vandalismo, que rechazan la violencia, que dicen no más, que le exigen a la alcaldesa que cumpla con el mandato de su cargo y recupere el orden y la autoridad en una ciudad que está sumida en el caos, donde las problemáticas y la crisis social crecen de la mano del actuar de los vándalos, y de los efectos que ya venían enfrentando por la pandemia.
Lucía Bastidas Ubaté
Concejo de Bogotá