Definitivamente fue significativo el impacto simbólico y político de la llegada de la Minga Indígena y Social a Bogotá. La ciudad había pasado durante el mes de septiembre por una pesadilla terrorífica. Había síntomas inequívocos de que algo se había erosionado en la democracia, los abusos de derechos humanos por parte de la propia fuerza pública, que supuestamente está para defender al ciudadano, nos sumían en una profundad zozobra, sobretodo cuando no había claridad de quién estaba al mando de las fuerzas del estado en la Capital del país y como garantizar el respeto a la vida por parte de estas.
Muchos y muchas recordaron los años oscuros del Estatuto de Seguridad Nacional del ex presidente Julio Cesar Turbay. Las historias de los allanamientos ilegales, los jóvenes que solo por su apariencia eran ya estigmatizados como comunistas y llevados a centro de torturas, los muertos, los toque de queda, los desaparecidos. La narrativa del terror impulsada desde el Estado. Los oídos que se cierran a la diferencia, la estigmatización como arma política para generar odio.
En septiembre del 2020 ya no era de comunistas de lo que se hablaba, sino de vándalos. Se tildó a la juventud universitaria y popular, de la ciudad de Bogotá, como unos desadaptados sociales en busca de pleito, apoyados o infiltrados por grupos armados. Algún monstruo externo tenía que aparecer. Se tildó los eventos de abuso policial como una defensa democrática frente a un ataque estructurado de grupos armados. Esa posición la apoyó desde Iván Duque hasta la alcaldesa Claudia López, que durante la noche del 9 de septiembre declaró, ante el Concejo de Bogotá, que no se había enterado del abuso policial sino hasta la madrugada, pues estaba ocupada defendiendo la infraestructura de la ciudad.
Aquellos que vemos en la protesta un arma poderosa de deliberación y manifestación política estábamos preocupados, pues a pesar de trece muertos, no se observaba una decisión contundente de eliminar los factores de deterioro democrático en la ciudad: una ciudadanía acorralada por la pandemia, unos jóvenes de barrios populares en conflicto con la policía, un gobierno nacional débil y sin legitimidad, que empoderaba a la policía, así como desconocía a las víctimas. Otro enfrentamiento parecía inevitable.
Y entonces desde el sur del país comenzó a caminar la Minga Indígena, Afro y Campesina. Cuando se movilizan las raíces se mueve el árbol, esto fue exactamente lo que pasó cuando el pueblo diverso de Colombia comenzó a caminar para ser escuchado. La arrogancia del presidente Iván Duque, quedó una vez más de manifiesto. No solo se negó a encontrarse en el Cauca a escuchar a los pueblos, que están literalmente matando por su falta de gobierno, sino que asentó la percepción de un desgobierno reinante en el país.
Si la montaña no va a Mahoma, entonces Mahoma va a la montaña por eso, en un acto político de alta sofisticación, la Minga se encaminó a Bogotá más que para encontrarse con el presidente Duque, algo que no parecía que iba a suceder, lo que buscaban los Mingueros y Mingeras era generar era una reconexión esencial de los ciudadanos con su dignidad, para demostrar que estos pueblos que han resistido más de 500 años, se harían escuchar, para decirle a Colombia que a pesar de la barbarie no cesa en sus territorios ellos siguen en pie para hacerle un llamado a un gobierno que en plena crisis sanitaria, prefiere salvar una aerolínea que invertir en la renta básica para 9 millones de familias.
El alcalde, del Centro Democrático, de Soacha no los quiso recibir, pero los soachunos salieron multitudinariamente a recibirlos, abarrotando puentes, avenidas y parques. Porque la Minga no caminó para hablarle a los poderosos, caminó para hablarle a la gente, para hacernos recordar en dónde reside el poder, mostrarnos que la organización social y el reconocimiento de nuestra dignidad están en la base de la posibilidad de cambio. Un ejemplo extraordinario del poder de la movilización masiva para cambiar las percepciones sobre en quién reside el verdadero poder.
Su llegada a Bogotá no estuvo exenta de controversias entre el gobierno Nacional y el gobierno distrital. El primero sacando el cuerpo frente a la responsabilidad logística y de seguridad, el segundo increpando al primero. Los rumores de una gran confrontación en la calle, del vandalismo tomándose la ciudad, o como lo dijo un concejal en plenaria del concejo “de la invasión de los indígenas que despertarán a los vándalos” ponían en alerta a la ciudad. Finalmente, la alcaldesa asumió el recibimiento y la responsabilidad de brindar garantías a la protesta.
El resultado fue sorprendente. El mensaje de paz de la minga, las imágenes de ancianas, niños, familias, de la Guardia Indígena con sus bastones, los vestidos multicolores, la mirada firme en sus ojos, contagiaron un inusitado sentimiento de poder, esperanza y dignidad. La alianza de sectores juveniles a la minga propició un resarcir de las juventudes populares, que se movilizaron para contribuir con las necesidades de los visitantes. Organizaciones sociales, redes barriales, combos políticos empezaron a hacer colectas de alimentos, frazadas, pañales y otros insumos para sostener a los miles de indígenas, negros y campesinos que se movilizaban. El campamento en el Palacio de los Deportes se convirtió en un aula viva de saberes, en un intercambio colectivo de música, historias, redes posibilidades.
El martes 20 de octubre la Minga caminó hacia la Plaza de Bolívar a su encuentro con la historia, las negociaciones políticas no habían dado fruto, era hora de hacer un juicio político al presidente Iván Duque. El sentido común en la ciudad cambió, mientras la Alcaldesa Claudia López se retractó de su primera declaración de acompañar a la Minga con ESMAD, la Guardia Indígena tomó su lugar como había pasado en el paro nacional de noviembre. ¿Quién iba a lanzar piedras a la Minga? ¿Quién iba a sabotear el esfuerzo heroico de un pueblo que camina a defender sus derechos?
La indignación no estaba ya en los “vándalos” la mirada de rabia no se posaba sobre los jóvenes populares de Bogotá. El cuestionamiento se dirigía ahora al presidente Iván Duque. Como me dijo un taxista, “¿Cómo es que les toca a los indígenas venir hasta Bogotá, para que los atienda el presidente y aun así, no los atiende?” La manifestación fue totalmente pacífica. El mensaje estaba claro: el pueblo no destruye al pueblo. Pudo más la curiosidad de conocer al otro, que el miedo, pudo más el re-encuentro que la exclusión, pudo más el reconocimiento mutuo que los odios sembrados entre nosotros. La policía no estuvo presente con los manifestantes
Y ese fue el mensaje más contundente, quedó en evidencia una vez más como el poder nos pretende dividir como gentes, pero que el pueblo unido tiene el verdadero poder.
Convenientemente un mes después se pone del lado de los manifestantes. ya no era.