Brasil quiere encarcelar a sus menores

Hartos de la delincuencia, los brasileños apoyan reducir la edad de responsabilidad penal. Para algunos, la medida no garantiza más seguridad en un país donde siete jóvenes son asesinados cada 2 horas.

“Yo robé, casi maté a una persona, usé todas las drogas que te puedas imaginar, estaba muy enganchada. Viví en la calle, tuve muchas peleas, me resistí a la Policía en varias ocasiones”. Es el testimonio desgarrador de Larissa Rodrigues, 17 años y 17 estancias en el centro de detención para menores de Río de Janeiro. Desde los once años de edad, Larissa fue menida de rua, consumidora compulsiva de drogas y carterista.

“Cuando mi madre murió, me rebelé. Pensaba que mi vida había acabado. Comencé a hacer de todo para que me matasen, para acabar en la cárcel. No quería recordar lo que había acontecido. Inicié a robar, a hacer daño a las personas, quería matarlas. En esta época, acabé por la primera vez en la cárcel. Cuando asalté a aquella menina, le hice mucho daño. Creía que aquello era mi castigo, que era bueno para mí”, cuenta Larissa.

Hija de madre y padre toxicómanos, ambos suicidas, esta adolescente conoció todo tipo de violencia tanto en su casa como en la calle: fue violada y agredida, agredió y robó. Consiguió abandonar esta vida gracias al amor que siente por su hijo, al que tuvo a los 16 años, y con la ayuda que recibió en el centro São Martinho, una ONG que trabaja desde hace tres décadas con “niños y adolescentes en situación de riesgo”.

En esta asociación rechazan con firmeza la definición de ‘menores infractores’, usada en la prensa brasileña a pesar de que este concepto haya desaparecido del Código de Menores. “Cuando un niño está en la calle, está sujeto a todo: a sufrir y a violar las leyes. Los niños no terminan en la calle para cometer actos delictivos, pero acaban cometiéndolos por la influencia del medio, del grupo… La calle es la negación de todo el sistema: de la familia, de la casa, de todo aquello que te impone reglas y límites”, explica a este diario Valdnei Martins, coordinador de un programa dirigido a los menores de la calle de esta ONG. “Durante mucho tiempo, São Martinho fue mi refugio, el único lugar que sentía como mío, donde había gente que me apreciaba, donde me sentía alguien”, reconoce Larissa.

Con el nuevo proyecto de ley que reduce la edad de responsabilidad penal de los 18 a los 16 años, menores como Larissa podrían acabar en la cárcel, sin una posibilidad real de rehabilitación o de reinserción social. A principios de abril, la mayoría de los miembros de la Comisión Parlamentaria de Constitución y Justicia (CCJ) aprobó una propuesta de enmienda a la Constitución para reducir la edad penal. Es un tema muy debatido en Brasil desde el inicio de los años 90. Ahora, con una fuerte crisis política y económica en ciernes, y con la Cámara más conservadora desde el fin de la dictadura, este texto puede convertirse en norma si la Cámara y el Senado lo terminan aprobando.

Esta noticia ha alterado los ánimos políticos del país. Por un lado, están los defensores de esta medida, entre los que se encuentran diputados ultraderechistas y amas de casas cansadas de los atracos y de la violencia en las urbes brasileñas. “Yo no quiero saber si el menor es víctima de la sociedad o es culpable de un crimen. Yo lo que quiero es tener derecho a vivir mi vida tranquilamente, sin morir con una bala en la cabeza. Y te digo más: si uno de estos niños matase a algún familiar mío, me gustaría verlo en la cárcel”, espeta Denise, cajera de supermercado. Su opinión representa el sentir de una parte conspicua de la sociedad brasileña. Según un informe de Datafolha de 2013, el 93% de los paulistas apoyan la reducción de la edad de responsabilidad penal.

“La cárcel brasileña no rehabilita a nadie”

Por otro lado, la izquierda progresista y los defensores de los derechos humanos recuerdan que la reducción de la edad penal no garantiza de por sí una disminución de la violencia. “No tiene ningún sentido. Es una tontería, y más si tenemos en cuenta que el sistema penitenciario brasileño no recupera a nadie. El 80% de los presos reinciden y vuelve a la cárcel”, afirma Jailson Silva, fundador de la ONG Observatório de Favelas y profesor universitario. “Es una solución conservadora que ha sido colocada en la agenda pública”, añade Alexandre Siconello, asesor de Derechos Humanos de Amnistía Internacional (AI).

Los datos muestran un panorama desolador. En el último año, se ha disparado el número de menores arrestados tras cometer algún tipo de delito. En Río de Janeiro, por ejemplo, cada hora se registra una detención de niños o adolescentes. En 2014, fueron arrestados 8.380 jóvenes, casi tres veces más que en 2010, cuando fueron 2.806. De ellos, el 41,53% cometió crímenes relacionados con el narcotráfico; el 27,92% practicó robos y el 13,65%, hurtos; y el 5,23% fueron arrestados con armas.

“En 2006 cambió la ley sobre drogas, que despenaliza bastante al usuario y mantiene la penalización para el traficante. Al mismo tiempo, en este periodo aumentaron mucho los crímenes relacionados con el narcotráfico. Hoy el 25% de la población carcelaria está formada por pequeños traficantes. La mayoría son jóvenes negros”, Alexandre Siconello, de AI.

Jailson Silva confirma ese dato y critica que los sistemas judicial y penitenciario no se planteen hacer un trabajo específico con este tipo de jóvenes. “El primer paso es reconocer que la política de droga es un fracaso completo. Hoy el número de presos por este motivo es absurdo. Lo primero que habría que hacer es despenalizar la venta de todas las drogas y regularla, de forma diferente según la substancia”, defiende este profesor.

El mismo año en el que el Estatuto del Niño y el Adolescente (ECA) cumple un cuarto de siglo, expertos y activistas coinciden en que la situación está cada vez peor. Crecen los índice de violencia, pero con un matiz: de los 21 millones de adolescentes brasileños, solo el 0,013% cometieron actos contra la vida, según datos de Unicef. El 90% de los crímenes de adolescentes son robos y otros atentados contra la propiedad.

Siete jóvenes asesinados cada dos horas

Sin embargo, los menores son asesinados sistemáticamente. Brasil es el segundo país del mundo en número absoluto de homicidios de adolescentes, por detrás tan sólo de Nigeria. Hoy, los homicidios representan el 36,5% de las causas de muerte de adolescentes por factores externos. En el caso de la población total, este dato no sobrepasa el 4,8%.

El resultado es que entre 2006 y 2012, más de 33.000 brasileños de entre 12 y 18 años fueron asesinados. Es el dato más alto de los últimos 8 años, según revela un estudio conjunto del Observatório de Favelas y UNICEF Brasil. Ambas organizaciones calculan que hasta 2019 podría haber otras 42.000 víctimas menores de 18 años en los municipios brasileños de más de 100.000 habitantes.

“¿Cómo es posible que Brasil en la última década haya conseguido avanzar tanto económicamente, incluir a tantos nuevos consumidores en el mercado, y al mismo tiempo los indicadores asociados a algunos derechos fundamentales hayan empeorado tan dramáticamente?”, se pregunta Jailson Silva. “En Brasil se producen 56.000 homicidios por año, de los que 30.000 son jóvenes de 15 a 29 años, en su mayoría negros. Somos el país donde más jóvenes son asesinados en términos absolutos, más que en China, India o Estados Unidos. Sólo nos superan países como Guatemala, Venezuela y Angola”, agrega Siconello, de AI. En términos proporcionales, en Brasil hay 30 veces más homicidios que en Europa.

Los datos de AI revelan que en Brasil siete jóvenes son asesinados cada dos horas, lo que viene a ser 82 al día. Es como si cada dos días se estrellase un avión lleno de jóvenes. Pero las estadísticas muestran otro dato preocupante: la mayoría de las víctimas de 15 a 29 años, es decir el 77%, son negros. Mientras el asesinato de jóvenes blancos disminuye, el de jóvenes negros aumenta, como muestra el Mapa de la Violencia de 2014. De hecho, el riesgo de que un joven negro sea asesinado es 2,96 veces mayor que el de un joven blanco. El arma de fuego suele ser el principal medio utilizado para los homicidios.

“Hoy la mayoría de los pobres en Brasil son negros. Es una juventud que vive una situación de vulnerabilidad muy grande”, informa Siconello. Por esta razón, AI ha lanzado la campaña Joven negro vivo a finales del año pasado. “Su fin es concientizar y romper con la indiferencia”, asegura el asesor de Derechos Humanos de esta ONG.

Otras investigaciones sufragan estos datos, como la que realizó la Universidad Federal de São Carlos (Fuscar) de São Paulo. Las conclusiones son aterradoras. Al menos el 61% de las víctimas que mueren a manos de la Policía son negras. Más de la mitad tienen menos de 24 años. Un 79% de los policías autores de estos asesinatos son blancos. El factor racial es determinante en la actuación policial y la impunidad se convierte en regla: sólo el 1,6% de los autores fueron acusados como responsables de los crímenes.

“Necesitamos una reforma de la Policía. Brasil tiene una de las Policías que más mata en el mundo. Al mismo tiempo, es ineficiente desde el punto de vista de la inteligencia. Menos del 8% de los homicidios en Brasil son investigados. Una reforma ayudaría a reducir la violencia letal. Un país que tiene altas tasas de homicidio también tiene un nivel muy alto de violencia a todas las escalas”, asegura el portavoz de AI. Según varias ONG, la política de seguridad pública de Brasil no prioriza la reducción de homicidios. “Si un delincuente roba tu coche, la Policía va a disparar sin preocuparse si tú estás dentro del coche. Lo que quiere es arrestar al ladrón. Existe una lógica belicista que acompaña toda la acción de la Policía brasileña”, afirma Jailson Silva.

Frente a este panorama, activistas y trabajadores del sector social reiteran que el endurecimiento del sistema penal no va a acabar con la violencia. La abogada del Centro de Defensa de la ONG São Martinho, Priscila Pires, cree que los niños en situación de riesgo no son realmente problemáticos. “Ellos precisan de ayuda, de una familia y la familia también necesita un apoyo. De alguna forma, están todos enfermos. Creemos que, si hubiese un empeño del poder público, ofreciendo un soporte realmente efectivo para estas familias, conseguiríamos ayudar a estos niños”, afirma.

“El problema es estructural, pasa por la familia y por la sociedad. No creo que nadie esté en la calle porque quiera. Sus familias no consiguen ser más efectivos porque están desasistidas”, señala Valdnei Martins, que trabaja desde hace 21 años con niños conflictivos. “Tenemos una escuela pública que muchas veces no es capaz de absorber a estos niños y adolescentes. Muchos de ellos hacen uso de droga, lo que empeora su nivel cognitivo”, agrega.

Un ejemplo de que la reinserción es posible

Para el fundador del Observatório de Favelas no es suficiente llenar las cárceles los jóvenes, en un país que ya tiene la cuarta mayor población carcelaria del mundo, por encima de EEUU, China y Rusia. Silva cree que la clave está en la reinserción. “En Dinamarca los presos continúan siendo ciudadanos: tienen derecho a trabajar, a estudiar y acceso a sus familias. En Brasil, quien está preso es visto como alguien inútil, en el que no vale la pena invertir dinero. Por eso en Dinamarca hay un 80% de reinserción, frente al 20% de Brasil. En nuestro país el preso es tratado como un monstruo, como un demonio”, indica.

Larissa es un ejemplo de reinserción. Su caso demuestra que el trabajo social puede ayudar a recuperar a un adolescente de la calle y de una vida marginal. “Nada es imposible. Si quieres, luchas. Dicen que es imposible dejar de usar drogas. No lo es. Yo paré un día y hoy hace tres años que no hago uso de ellas. También paré de vivir en la calle hace tres años” asegura con una firmeza improbable en una joven de 17 años, que se hizo mujer precozmente.

Larissa ha vuelto a la escuela, está haciendo un curso profesional como maquilladora y acaba de conseguir una beca en la TV Globo. Con los pocos ingresos que consigue de sus trabajos y de algún pariente, mantiene a su hijo y a sus nueve hermanos en su casa, en la favela de Mangueira. Muy a su pesar, es la cabeza de familia, pero su sueño, reconoce, es ser cantante. Aunque tenga un pasado lleno de sombras, Larissa sigue siendo una adolescente.

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