Las puntadas de la miseria en El Salvador

Ocultas en sus casas, cientos de mujeres salvadoreñas bordan vestidos, por salarios de hambre y sin ningún derecho, para empresas textiles que los venden cien veces más caros.

Es un porche techado, de columnas blancas, espacioso y fresco, abrigado del sol por el ramaje frondoso de muchos árboles. Enfrente, los ranchitos abigarrados –verdes, amarillos, rosas, azules-, a los que se llega por una escalera estrecha y retorcida frente a un camino de tierra, recuerdan que se está en una zona humilde. El centro lo ocupa un grupo de mujeres en corro que conversa y debate. En una esquina, una mujer con sandalias, falda larga, camiseta de colores y pañuelo de encaje blanco en la cabeza, borda. Hace la pechera de un vestido rosa y blanco. Tiene las manos gruesas y las yemas de los dedos pulgar, índice y corazón de la derecha son un gran callo. No levanta la mirada del fruncido de panal de abeja. Sobre el regazo descansan cinco piezas más. Idénticas. Le pagarán 1,5 dólares por el bordado de un vestido que en Estados Unidos se venderá en más de 100.

Es una de las bordadoras a domicilio que trabajan para las maquilas de El Salvador. Viven prácticamente al margen de la ley. “No se les hace contrato porque los dueños dicen que ellas no tienen que ver con las empresas. Les meten eso en la cabeza y ellas creen que no están vinculadas a la maquila. Pero sí lo están”, explica para El Confidencial la abogada Paola Carranz.

La Constitución de El Salvador contempla la modalidad de trabajo a domicilio en su artículo 41. El Código del Trabajo (artículos del 70 al 75) regula todo lo referente a salario mínimo y condiciones de trabajo. Pero Carranz asegura que no se cumple nada y que El Salvador ni siquiera ha ratificado el Convenio 177 de la Organización Internacional del Trabajo sobre el trabajo a domicilio. No hay salario mínimo para ellas, contrato o prestaciones. “Están totalmente desprotegidas”.

Sí reconoce que el Ministerio del Trabajo está haciendo cosas, pero “avanzan lento”. Actualmente hay inspecciones a las empresas y se les multa si no tienen a las trabajadoras en orden, pero evaden los problemas no inscribiéndolas en el Registro de Trabajadores a domicilio. “Los dueños de la fábrica están diciendo a la gente que digan que no tienen bordadoras, que no tienen a nadie trabajando por fuera. Y es mentira, porque dentro tienen, como mucho, 9 bordadoras. Para toda la producción que sacan, 9 no dan abasto”.

La organización Mujeres Transformando estima que en El Salvador puede haber entre 500 y 700 bordadoras a domicilio, pero no se sabe con certeza. Ingrid Palacios es una de sus voceras y junto a otras mujeres hacen talleres de capacitación de derechos laborales y humanos en las casas comunales, el mismo sitio donde las bordadoras reciben una vez a la semana su labor.

Las supervisoras, estas sí con contrato, son las encargadas de llevar de la fábrica a las casas comunales un modelo ya bordado de cada diseño nuevo, las telas blancas fruncidas de un tamaño ya determinado y los hilos necesarios para cada pieza. Ingrid dice que como solo dan una muestra del dibujo, las bordadoras tienen que pagar de su bolsillo las fotocopias. Tampoco les dan otros materiales como agujas, tijeras o dedal. “A veces los hilos son insuficientes”.

De El Salvador a los EEUU


Se llevan el trabajo a casa y le dedican entre 12 y 16 horas diarias al bordado. A esa doble jornada laboral se le suman las tareas domésticas. Ganan a la semana en función de las piezas que hagan. Por un inserto, la pieza fruncida ya bordada, se recibe una media de 1,5 a 2,30 dólares. En hacerla, se tardará de 4 a 8 horas según su complejidad. En ningún caso, trabajando 8 diarias, se alcanzará el sueldo mínimo diario destinado al sector maquila, textil y confección, 7.03 dólares estadounidenses (210.90 dólares al mes).

“Piden muchas piezas para poder ganar algo. Imagina si lo haces sola en una semana. Ellas trabajan con ayuda. Meten a las hermanas, a los hijos pequeños. Todos ayudan”, dice Ingrid. No tienen mucha alternativa. Son mujeres con una escolaridad muy baja y que viven en zonas muy alejadas de las maquila, la mayoría en zonas rurales. “Se les hace complicado y muy costoso desplazarse para trabajar en las zonas francas, donde están concentradas todas las fábricas”.

Carranz explica que a la situación crítica de la falta de protección de derechos de las bordadoras a domicilio, se suma el trabajo infantil. “Hay niños y niñas de 10 años y menos bordando para ayudar. Nos hemos encontrado con familiar completas y no logran sacar la producción entre todos”.

Pasados 8 días, las bordadoras vuelven a la casa comunal y entregan a las supervisoras los bordados. En las fábricas, otras manos ensamblarán el inserto al producto final, un vestido que se exportará a fábricas textiles y marcas en Estados Unidos. “Hemos identificado varias empresas, pero hay 2 que son las más grandes. Todas se benefician de la Ley de Zonas Francas (con beneficios tributarios), mal pagan a sus trabajadoras y se llevan grandes beneficios”, expone la abogada.

Handworks S.A. es una de esas fábricas. Se especializa en ropa para niños y niñas y tiene bajo su paraguas 32 marcas comerciales como Zuccini, Sweet Dreams o Posh Pickle. Otra de las fábricas es Jacabi S.A. En ella se confeccionan prendas de la marca Anavini. El precio de venta oscila entre 50 y 120 dólares. El Confidencial contactó con ambas empresas en varias ocasiones pero se negaron a atendernos.

A la luz de la candela

Anita (nombre ficticio, 37) es bordadora desde los 16 años. Tiene tendinitis, lumbago y dolores en la muñeca. No tiene hijos, pero está a cargo de su madre. Con el bordado sacar alrededor de 80 dólares al mes. “No pagan apenas. Hay veces que no han pagado el trabajo y hay compañeras que no han tenido cómo volverse a sus casas porque no tenían para pagar el bus de regreso”. Se rebusca vendiendo otras cosas.

“Las supervisoras cuentan a los patrones nuestros reclamos, ellas mismas no ven que nos hace falta. Eran bordadoras antes y ahora ganan del salario mínimo para arriba. Alguna lleva 28 años [trabajando] en esto. Y no ve lo que era antes. Se creen… No sé qué se creen que son”. Ella es una de las mujeres que se ha organizado para pedir un aumento en el pago de las piezas. Por eso, sólo deja que le tomemos fotos de las manos, porque no quieren que le asocien a un rostro.

La historia de Cecilia Campos es similar a la de otras bordadoras. Empezó trabajando en el campo, pero se movió a la zona de Santo Tomás (departamento San Salvador) y se metió en una maquila. Cosía las etiquetas de unas chaquetas. Su meta era coser 1500 al día. Quedó embarazada y cuando el niño nació se puso a trabajar como bordadora en su casa porque nadie podía hacerse cargo de él. “Cuando empecé, con 19 años, llegué a pedir 35 o 40 piezas a la semana. Pedía a una señora ayuda para hacer el cable (guías en el bordado)”. Se levantaba a las 3 de la mañana para hacer la casa, desayuno, atender al niño y bordar. Su jornada acababa a las 11, 12 o 1 de la noche, según el día. Luego vinieron dos niños más. El mayor empezó a ayudarla cuando ya tenía 7 años. “En ese tiempo no teníamos electricidad en casa, pero había que sacar el trabajo. Había que sacar la casa adelante”.

Cecilia Campos ha sido bordadora durante 18 años. Muestra con orgullo que ahora tiene las manos “lisitas”. Cuenta que antes le daba pena mostrar las manos, que las tenía tan gruesas y el callo era tan grande, que se lo rebanaba con una afeitadora. También, de empujar la aguja, tenía un hoyo en uno de sus dedos. Hace 10 años Mujeres Transformando llegó al cantón donde vive para preguntarle si quería organizarse. “Todas teníamos miedo. A algunas las dejan sin trabajo, así a que a ver quién las va a mantener”. Hace dos años, Cecilia trabaja directamente con la organización y es ella quien va a los cantones a explicar a otras qué derechos tienen. “No hay seguro médico, la clínica la paga una, aunque sea algo de la vista o de la espalda… Nada.”

Cuenta que hay compañeras que ya no bordan “porque se les salió el líquido del codo de tanto halar”. Que una de ellas fue a hablar con la dueña de la fábrica y le dijo que no podía bordar más, que le dolía demasiado. “La dueña de la fábrica la dijo ‘bueno, pues hasta ahí llegaste, andate‘, y no le dio ninguna ayuda. Imagina cómo queda la señora”.

Desde hace unos años, Mujeres Transformando empezó a ayudar a las bordadoras a domicilio para que se organizaran en algunos sectores y exigieran derechos como que se les aumente el valor de la pieza o tener algunas prestaciones, como revisión médica para determinar posibles enfermedades laborales. Pero las peticiones de unas condiciones mínimas de trabajo no caen bien. Las supervisoras, un rango por encima que las bordadoras, amenazan a las que se organizan y piden. “Las amenazan con no darles más trabajo. Y si 10 no quieren trabajar, hay otras 30 que sí lo van a hacer. Hay zonas en las que ya no están llevando bordados”, dice Ingrid Palacios.

Muchas tienen miedo de hablar con nosotros. Y con Mujeres Transformando. Ni siquiera se acercan a las bordadoras que se organizaron. Por eso, la mujer del pañuelo de encaje blanco en la cabeza borda sola en una esquina de la casa comunal. Por eso, otras mujeres llegarán, agarrarán sus 20, 30, 40 insertos, su manojo de hilos y, sin mediar palabra, se irán a sus casas, donde bordarán de día y de noche, junto a sus hijos, a la luz de la candela por un puñado de dólares.

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